La definición de indio o indígena (términos que en este ensayo se emplean indistintamente) no es una mera preocupación académica ni un problema semántico. Por lo menos, no lo es en la medida en que se reconozca que el término en cuestión designa una categoría social específica y, por lo tanto, al definirla es imprescindible establecer su ubicación dentro del contexto más amplio de la sociedad global de la que forma parte. Y esto, a su vez, está preñado de consecuencias de todo orden, que tienen que ver con aspectos teóricos y con problemas prácticos y políticos de enorme importancia para los países que cuentan con población indígena.
En primer lugar, me propongo revisar críticamente las
principales definiciones que se han elaborado en torno al indígena. En seguida,
ofrezco mi propia concepción al respecto. Finalmente, señalo algunas
implicaciones de la posición que sustento [1].
Los intentos por definir al indio
El indio ha evadido constantemente los intentos que se
han hecho por definirlo. Una tras otra, las definiciones formuladas son objeto
de análisis y de confrontación con la realidad, pruebas en las que siempre
dejan ver su inconsistencia, su parcialidad o su incapacidad para que en ellas
quepa la gran variedad de situaciones y de contenidos culturales que hoy
caracterizan a los pueblos de América que llamamos indígenas.
Algunos enfoques parecen haber sido definitivamente
superados. En general, cualquier intento por definir a la población indígena de
acuerdo con un solo criterio, se considera insuficiente. El uso exclusivo de
indicadores biológicos, conectado estrechamente con la concepción del indio en
términos raciales, resulta obsoleto dada la amplitud de la miscigenación
ocurrida entre poblaciones muy diversas –entre sí y dentro de cada una de
ellas–, lo que hace que en América todos resultemos mestizos. Sin embargo,
todavía en las últimas décadas se publicaron sesudos ensayos en los que sus
autores pretendían caracterizar biológicamente a los grupos indígenas, o más
aún, clamaban en contra de la confusión de la raza indígena con una clase
social, lo que «sólo lleva a tergiversaciones interesadas de las cosas y
dificulta la clara comprensión del problema, porque elimina, artificialmente,
uno de sus términos principales: el de raza, que juega en él un papel
preponderante» (Mendieta y Núñez, 1942: 67-68). En los Estados Unidos la
definición legal de indio incluye todavía consideraciones sobre el porcentaje
de sangre indígena de los individuos (Beale, 1955)[2].
El criterio lingüístico es el más frecuentemente usado
para las estimaciones censales de la población indígena. Sin embargo, el uso de
lenguas aborígenes no resulta tampoco un indicador suficiente; un país como el
Paraguay presenta un ejemplo extremo de la falta de adecuación entre el sector
de la población hablante de un idioma indígena y el grupo social denominado
indio, ya que el 80% de los paraguayos hablan el guaraní y sólo el 2,6% de la
población total es considerado indígena [3]. En general, en todos los países
hay un sector de indios que no hablan la lengua aborigen, así como un número de
hablantes de esas lenguas que no son definidos como indígenas. Ambas
situaciones no se componen sólo de casos individuales sino que pueden referirse
a comunidades enteras.
La cultura, en el sentido globalizante que se da a ese
término en antropología, ha sido el criterio más favorecido para basar en él la
definición de indígena. Los indios, se dice, participan de culturas diferentes
de la Europa occidental, que es la cultura dominante en las naciones
americanas. «Son “indígenas” –afirma Comas (1953: 135-136)– quienes poseen
predominio de características de cultura material y espiritual peculiares y
distintas de las que hemos dado en denominar “cultura occidental o europea”».
No se intenta definir cuál es la cultura indígena; se la establece por
contraste con la cultura dominante; a lo sumo, se indica que aquélla tiene su
punto de partida en las culturas precolombinas. Así, por ejemplo, Gamio (1957:
337) escribió:
«Propiamente un indio es aquel que además de hablar
exclusivamente su lengua nativa, conserva en su naturaleza, en su forma de vida
y de pensar, numerosos rasgos culturales de sus antecesores precolombinos y muy
pocos rasgos culturales occidentales».
Y, por su parte, León-Portilla (1966: 342) agrega: «en
nuestro medio, cuando se pronuncia la palabra “indígena”, se piensa
fundamentalmente en el hombre prehispánico y en aquellos de sus descendientes
contemporáneos que menos fusión étnica y sobre todo cultural tienen con gentes
más tardíamente venidas de afuera».
En la bien conocida definición que formuló Alfonso
Caso[4] se atiende al hecho de que en muchos grupos indígenas la proporción de
elementos de origen precolombino es ya mínima; por eso el autor indica que el
criterio cultural (uno de los cuatro que emplea; los otros tres son el
biológico, el lingüístico y el psicológico): «consiste en demostrar que un
grupo utiliza objetos, técnicas, ideas y creencias de origen indígena o de
origen europeo pero adoptadas, de grado o por fuerza, entre los indígenas, y
que, sin embargo, han desaparecido ya de la población blanca» (Caso, 1948:
245).
El contraste frente a la cultura dominante queda a salvo:
la cultura del grupo indígena podría estar predominantemente compuesta de
elementos de origen europeo; pero el hecho de que tales rasgos ya no estén en
vigor entre la población «blanca» permitiría definirla como una cultura
diferente. Lo que importa, según Caso, no es el contenido específico de la
cultura, ni la proporción de rasgos precolombinos que contenga, sino el que
siga siendo considerada cultura indígena y el que sus portadores continúen
sintiendo que forman parte de una comunidad indígena. Volveré más adelante
sobre este aspecto.
Quienes se sienten indios en América, o son considerados
tales, forman un conjunto demasiado disímil en cuyo seno es fácil encontrar
contrastes más violentos y situaciones más distantes entre sí, que las que
separan a ciertas poblaciones indígenas de sus vecinas rurales que no caen dentro
de aquella categoría. Si se piensa, por ejemplo, que hay todavía grupos
cazadores y recolectores en la cuenca amazónica que permanecen casi sin
contacto con la población nacional, y si se compara su situación y su cultura
con las de los zapotecos del Istmo de Tehuantepec, se estará de acuerdo en que,
aunque ambos se sintiesen pertenecer a una comunidad indígena –o más bien,
aunque a ambos les adscribamos la calidad de indios–, esa identidad nos resulta
de escaso valor heurístico y es, por sí misma, incapaz de explicarnos la
diferente condición de los dos grupos ni las razones para agruparlos en la
misma categoría.
Ante la situación descrita, algunos antropólogos
plantearon la imposibilidad de llegar a una definición universalmente válida
del indio. Pedro Carrasco, por ejemplo, señalaba dos alternativas: o se trataba
de una definición arbitraria, escogida por el investigador en función del
problema específico que desea estudiar –y por lo tanto, de valor sólo en
términos de esa investigación particular–, o se reconocía que el indio es una
categoría social peculiar de ciertos sistemas sociales y se estudiaba
objetivamente en cada uno de ellos, sin pretender darle a esa categoría un
rango más amplio que el que tenga en la sociedad concreta de que se trate. «El
concepto de indio –concluye Carrasco (1951: 111)– varía en su contenido real en
las diferentes regiones, y no hay definición que sea válida dondequiera». Por
otro lado, se llegó hasta a negar el indio y a tachar de discriminadora a la
política indigenista (de la Fuente, 1947a).
El debate sobre la definición de indio llegó a su clímax
al mediar la década de los cuarenta [5]. Por esos mismos años cobró auge una
corriente de opinión que pugnaba por una definición funcional y utilitaria, al
margen del academicismo que ya sonaba bizantino, y destinada únicamente a
delimitar de manera convincente cuáles debían ser los sectores de la población
que serían objeto de una política especial: la política indigenista [6]. La
condición de indio resultaba, dentro de esta nueva perspectiva, una cuestión de
grado: los indios estaban peor equipados que otros grupos para la convivencia
dentro de la sociedad dominante, por lo que resultaban ser el sector más
explotado; la indianidad se identificaba con un núcleo de costumbres rústicas y
con el retraso, y era algo que se podía y se debía eliminar (de la Fuente,
1947b). Esta corriente continúa hasta nuestros días y encuentra su expresión
más desarrollada en la obra reciente de Ricardo e Isabel Pozas, quienes
señalan:
«Se denomina indios o indígenas a los descendientes de
los habitantes nativos de América –a quienes los descubridores españoles, por
creer que habían llegado a las Indias, llamaron indios– que conservan algunas
características de sus antepasados en virtud de las cuales se hallan situados
económica y socialmente en un plano de inferioridad frente al resto de la
población, y que, ordinariamente, se distinguen por hablar las lenguas de sus
antepasados, hecho que determina el que éstas también sean llamadas lenguas indígenas»,
y prosiguen más adelante:
«Fundamentalmente, la calidad de indio la da el hecho de
que el sujeto así denominado es el hombre de más fácil explotación económica
dentro del sistema, lo demás, aunque también distintivo y retardador, es
secundario» (Pozas, 1971: 11 y 16). Darcy Ribeiro (1971) también explora este
camino y considera la indianidad como una forma de desajuste frente a la
sociedad nacional.
El indio como categoría colonial
De lo expuesto anteriormente se concluye que la
definición de indio no puede basarse en el análisis de las particularidades
propias de cada grupo; las sociedades y las culturas llamadas indígenas
presentan un espectro de variación y contraste tan amplio que ninguna
definición a partir de sus características internas puede incorporarlas a
todas, so pena de perder cualquier valor heurístico. La categoría de indio, en
efecto, es una categoría supraétnica que no denota ningún contenido específico
de los grupos que abarca, sino una particular relación entre ellos y otros sectores
del sistema social global del que los indios forman parte. La categoría de
indio denota la condición de colonizado y hace referencia necesaria a la
relación colonial.
El indio nace cuando Colón toma posesión de la isla
Hispaniola a nombre de los Reyes Católicos. Antes del descubrimiento europeo la
población del Continente Americano estaba formada por una gran cantidad de
sociedades diferentes, cada una con su propia identidad, que se hallaban en
grados distintos de desarrollo evolutivo: desde las altas civilizaciones de
Mesoamérica y los Andes, hasta las bandas recolectoras de la floresta
amazónica. Aunque había procesos de expansión de los pueblos más avanzados
(incas y mexicas, por ejemplo) y se habían consolidado ya vastos dominios
políticamente unificados, las sociedades prehispánicas presentaban un
abigarrado mosaico de diversidades, contrastes y conflictos en todos los
órdenes. No había «indios» ni concepto alguno que calificara de manera uniforme
a toda la población del Continente [7].
Esa gran diversidad interna queda anulada desde el
momento mismo en que se inicia el proceso de conquista: las poblaciones
prehispánicas van a ver enmascarada su especificidad histórica y se van a
convertir, dentro del nuevo orden colonial, en un ser plural y uniforme: el
indio/los indios. La denominación exacta varió durante los primeros tiempos de
la colonia; se habló de «naturales» antes de que el error geográfico volviera
por sus fueros históricos y se impusiera el término de indios. Pero, a fin de
cuentas, lo que importa es que la estructura de dominio colonial impuso un
término diferencial para identificar y marcar al colonizado.
Esa categoría colonial (los indios) se aplicó
indiscriminadamente a toda la población aborigen, sin tomar en cuenta ninguna
de las profundas diferencias que separaban a los distintos pueblos y sin hacer
concesión a las identidades preexistentes. Tal actitud generalizante la
comparten necesariamente todos los sectores del mundo colonizador y se
ejemplifica bien en los testimonios que revelan la mentalidad de los
misioneros: para ellos, los indios eran infieles, gentiles, idólatras y
herejes. No cabe en esta visión ningún esfuerzo por hacer distinciones entre
las diversas religiones prehispánicas; lo que importa es el contraste, la relación
excluyente frente a la religión del conquistador. Así, todos los pueblos
aborígenes quedan equiparados, porque lo que cuenta es la relación de dominio
colonial en la que sólo caben dos polos antagónicos, excluyentes y necesarios:
el dominador y el dominado, el superior y el inferior, la verdad y el error.
En el orden colonial el indio es el vencido, el
colonizado. Todos los dominados, real o potencialmente, son indios: los incas y
los piles, los labradores y los cazadores, los nómadas y los sedentarios, los
guerreros y los sacerdotes; los que ya están sojuzgados y los que habitan más
allá de la frontera colonial, siempre en expansión; los próximos, los conocidos
sólo por referencias y los que apenas se imaginan o se intuyen. De una sola
vez, al mismo tiempo, todos los habitantes del mundo americano precolonial
entran en la historia europea ocupando un mismo sitio y designados con un mismo
término: nace el indio, y su gran madre y comadrona es el dominio colonial.
La consolidación paulatina del régimen colonial va
haciendo explícito el contenido de la categoría indio dentro del sistema. La
colonia disloca el orden previo y va estructurando uno nuevo que se vertebra
jerárquicamente y descansa en la explotación del sector recién inventado: el
indio. El colonizador se apropia paulatinamente de las tierras que requiere;
somete, organiza y explota la mano de obra de los indios; inicia nuevas
empresas coloniales siempre fundadas en la disponibilidad de indios; establece
un orden legal para regular –y sobre todo para garantizar– el dominio colonial;
modifica compulsivamente la organización social y los sistemas culturales de
los pueblos dominados, en la medida en que tales alteraciones son requeridas
para el establecimiento, la consolidación y el crecimiento del orden colonial.
Como toda estructura colonial, el mundo euroamericano es
un mundo escindido, bipolar. El orden jerárquico admite aquí sólo dos
instancias; el colonizador y el colonizado. La racionalización correspondiente
postula la supremacía del colonizador en base a la superioridad de su raza o de
su civilización. La situación colonial implica, como lo ha señalado Georges
Balandier (1951; 1955), un verdadero choque de civilizaciones. La diferencia
cultural entre colonizador y colonizado no es un mero añadido al sistema de
dominio colonial sino un elemento estructural indispensable. De ahí,
precisamente, que sea ésa la única distinción cultural que cuenta (y aquí, al
decir cultural, se abarcan también distinciones raciales reales o sólo
postuladas) y que es preciso asumir y remarcar: no importa cuán diferentes sean
entre sí los colonizados, lo que verdaderamente importa es que sean diferentes
del colonizador. Por eso son indios, genéricamente.
¿Cómo entender dentro de este contexto el proceso del
mestizaje?, ¿no es evidente que la presencia misma del mestizo anula el
planteamiento anterior, es decir, la estructura bipolar del régimen colonial?
Cabe recordar, en primer término, la distinción entre el mestizaje biológico y
la categoría social de mestizo; aquí he de referirme a esta última, sin
desconocer que el mestizo es, a la vez que un segmento de la sociedad colonial,
un producto de la mezcla biológica entre colonizadores y colonizados, pero
entendiendo que además de los catalogados socialmente como mestizos, hubo también
los frutos de una amplia miscigenación que permanecieron adscritos a la
población indígena y, seguramente, también a la criolla.
El régimen colonial iberoamericano demandaba una capa
social capaz de desempeñar una serie de tareas (administrativas, de servicios,
de mediación o de mediatización) que la población netamente colonizadora –es
decir, los españoles peninsulares y los criollos– no bastaba para cubrir. El
funcionamiento de una empresa colonial en expansión y crecientemente compleja
creaba día tras día nuevas funciones que no podían ser desempeñadas por el
grupo dominante, pero que, al mismo tiempo, no podían ponerse en manos de la
población colonizada, ya que correspondían, en mayor o menor grado, a la
estructura de dominio. Los mestizos, como categoría social, como sector
diferente de la población indígena fueron el expediente adecuado del que el
sistema colonial echó mano para satisfacer esa carencia.
Sobre este grupo se ejerció una intensa acción
aculturativa que dio por resultado su desarraigo del sector colonizado (que en
general coincidía con su filiación materna); a ellos se destinó legalmente una
serie de ocupaciones distintas de las admitidas para el indio; se les
concedieron privilegios que los enfrentaban con los indios y, en fin, se les asignó
un estatuto social diferente y superior al que ocupaba el colonizado, aunque
también subordinado a la capa colonizadora estrictamente definida. En otras
palabras, los mestizos pueden verse como un sector de origen colonizado que el
aparato colonial cooptó para incorporarlo a la sociedad colonizadora,
asignándole dentro de ella una posición subordinada. Visto así, el mestizo no
es un enlace, un puente, ni una capa intermedia entre colonizadores y
colonizados, sino un segmento particular del mundo colonizador, cuya emergencia
responde a necesidades específicas del régimen dominante.
Otra es la condición del negro dentro de la estructura
colonial. El forma la segunda categoría del mundo colonizado y en eso se
identifica con el indio. Pero representa una fuerza de trabajo complementaria o
supletoria a la de la masa colonizada; se le destina a tareas diferentes –en
general, a empresas coloniales que no tenían equivalente en las culturas
prehispánicas–; se le adjudica un estatuto inferior al del indio; es el esclavo
que se adquiere por compra, cuya humanidad se niega más empecinadamente y
durante más largo tiempo que al indio, es decir, se le reifica en mayor grado.
Su importancia será variable en las distintas colonias americanas, en función
del monto y las condiciones de la población aborigen en las diversas áreas: en
unas será sólo un suplemento comparativamente restringido, en otras se
convertirá en la masa fundamental de los colonizados. En consecuencia, marcará
con diferente intensidad a los regímenes coloniales y teñirá en diverso grado
las características de las futuras naciones americanas.
Por otra parte, en el tratamiento a la población de
origen africano se pueden hallar muchos elementos semejantes a los que definen
la condición del indio como colonizado, sólo que frecuentemente acentuados por
el régimen de esclavitud; así, por ejemplo, la «marca del plural»[8]: la falta
de discriminación en cuanto a sus orígenes y filiaciones étnicas, la negación
de su individualidad, el englobamiento dentro de una sola y misma categoría (el
negro/los negros). «Negro» e «indio» son, en resumen, las dos categorías que
designan al colonizado en América.
Los dos segmentos que forman la sociedad colonial se
definen por su relación asimétrica y tal asimetría se manifiesta en todos los
órdenes de la vida y conforma, en consecuencia, una situación total. Dentro de
ella, el indio es el colonizado y, como tal, sólo puede entenderse por la
relación de dominio a que lo somete el colonizador. En el proceso de
producción, en el orden jurídico, en el contacto social cotidiano, en las
representaciones colectivas y en los estereotipos de los dos grupos se expresa
siempre la diferenciación y la posición jerarquizada de ambos: el amo y el
esclavo, el dominador y el dominado.
La invención del indio, o lo que es lo mismo, la
implantación del régimen colonial en América, significa un rompimiento total
con el pasado precolombino. No importa cuán abundantes y significativas puedan
ser las evidencias de continuidad, de persistencia de elementos culturales
entre la población aborigen, lo cierto es que el indio nace entonces y con él
la cultura indígena: la cultura del colonizado que sólo resulta inteligible
como parte de la situación colonial. Todos los rasgos de las culturas
prehispánicas vigentes en el momento del contacto, adquieren a partir de
entonces un nuevo significado: ya no son más ellos mismos, sino partes del
sistema mayor que abarca también a la cultura de conquista. Así como ésta no
puede entenderse como un simple trasplante de Europa a América –como lo ha
mostrado Foster (1960)– así tampoco es posible entender la cultura indígena
como una perpetuación de las culturas originales durante el periodo colonial.
Pero menos aún en el caso de la cultura indígena, porque
la cultura de conquista es la del grupo dominante en tanto que aquélla es la de
los pueblos sojuzgados; la primera se modifica para adaptarse a un ambiente
nuevo, pero su cultura madre, de la que pretende ser una expresión transterrada
permanece autónoma y ofrece un marco de referencia vigente, en tanto que la
cultura indígena se ve alterada compulsivamente, se mutila, queda impedida de
cualquier desarrollo autónomo, al mismo tiempo que sus pautas de referencia
originales pierden aceleradamente vigencia y se opacan en el pasado para
transformarse paulatinamente en mito o en nada.
Aunque la situación colonial homogeiniza a los pueblos
dominados y los engloba dentro de una misma categoría; aunque, en mucho, el
proceso de aculturación compulsiva al servicio de los intereses coloniales
impone pautas idénticas y apunta hacia una igualación efectiva en algunos
sectores de las culturas originales, no puede concluirse de esto que el proceso
colonial hiciera tabla rasa de las diferencias preexistentes entre las
sociedades sojuzgadas. Esto acontece así por razones de dos órdenes: primero,
porque el efecto final de la aculturación compulsiva no sólo depende de la
intención colonizadora sino también de la matriz cultural previa en la que
habrán de darse los cambios; segundo, porque está dentro de las necesidades del
orden colonial el impedir una cohesión creciente dentro del sector colonizado.
Es innegable que el efecto de la política colonial –que a
cierto nivel puede considerarse unívoca– no fue el mismo en todas las
poblaciones aborígenes sometidas a una misma potencia colonial. La diversidad
de los resultados concretos obedeció a un complejo entrelazamiento de causas
diferentes, pero entre ellas tienen un peso de singular importancia las
condiciones particulares de cada sociedad colonizada. Un campo en el que es
patente ese proceso diferencial, es el de los resultados de la evangelización.
Aquí, el trasfondo religioso particular de cada grupo fue un factor de
indudable importancia y su efecto se manifiesta en los fenómenos comúnmente designados
como sincréticos. En otros aspectos, piénsese sólo en los resultados de la
política de reducción y congregación, y en los problemas variadísimos que
presentaron los diversos grupos de acuerdo con su peculiar organización social
y su específico sistema de producción.
Por otra parte, fueron muchas y de distinto orden las
medidas adoptadas por el régimen colonial para fragmentar las lealtades previas
y obstruir el paso al surgimiento de otras nuevas y más amplias entre los
colonizados. Como tendencia general podría señalarse la reorganización y el
reforzamiento de la estructura de la comunidad local con su consecuente
identidad parroquial, limitada a sus propios términos en virtud de su
estructura de poder que reducía al mínimo la posibilidad de comunicación
horizontal y aislaba a cada unidad local, mediatizando todos sus canales de
comunicación en una primera instancia de poder controlada ya directamente por
el aparato colonial.
En otras palabras, cada unidad local indígena podría
manejar hasta cierto punto sus asuntos internos, incluso mediante autoridades
propias, pero la conexión con otras comunidades no podía hacerla directamente
(horizontalmente) sino a través de funcionarios superiores que eran parte del
sector colonizador. Aunados a esa estructura arborescente, y reforzándola, se
multiplicaban los motivos artificiales de conflicto entre comunidades vecinas
(por tierras y aguas, casi siempre) con lo que se ponía un dique más a la
posibilidad de solidaridad entre los colonizados. El estudio de Fernando
Fuenzalida (1970) sobre la matriz colonial de las comunidades tradicionales en
el altiplano andino aporta un ejemplo excelente de ese proceso.
En resumen, las culturas aborígenes sufren el efecto de
la situación colonial integrando en su seno los resultados de tendencias
aparentemente contradictorias pero que son consecuentes y explicables dentro
del contexto colonial. Por una parte, se modifican en sentido convergente para
ajustarse a la situación que las iguala dentro del sistema: la de culturas colonizadas;
por la otra, se particularizan al asimilar en forma diferencial las medidas
aculturativas uniformes, en función de su matriz cultural específica, al mismo
tiempo que las unidades étnicas mayores se fragmentan y se reorganizan en
sociedades locales que responden a la estructura de dominio dentro del régimen
colonial.
Dentro del sistema total el colonizado es uno y plural
(el indio/los indios), forma una sola categoría que engloba y uniformiza al
sector dominado; internamente, se disgrega en múltiples unidades locales que
debilitan las antiguas lealtades enfatizando la identidad parroquial. Podría
afirmarse, con Luis Beltrán (1969), que la sociedad colonial es dual en su
estructura básica y plural en el sector colonizado.
Para concluir esta argumentación cabe repetir sus
postulados iniciales: el término indio puede traducirse por colonizado y, en
consecuencia, denota al sector que está sojuzgado en todos los órdenes dentro
de una estructura de dominación que implica la existencia de dos grupos cuyas
características étnicas difieren, y en el cual la cultura del grupo dominante
(el colonizador) se postula como superior. El indio es una categoría
supraétnica producto del sistema colonial, y sólo como tal puede entenderse.
Los indios en la América de hoy
La quiebra del imperio colonial europeo en América debía
colocar al indio en una nueva situación. Los aspectos puramente formales de
este problema los atacaron algunos libertadores desde el momento mismo de la
independencia. Así, por ejemplo, San Martín ordenaba en su decreto del 27 de
agosto de 1821: «En adelante no se denominarán los aborígenes Indios o
Naturales; ellos son hijos y ciudadanos del Perú y con el nombre de “Peruanos”
deben ser conocidos» (citado por Alejandro Lipschutz, 1956: 77). Por desgracia,
la desaparición del indio no se reducía a un simple cambio de nombre. La
estructura social de las naciones recién inauguradas conservó, en términos
generales, el mismo orden interno instaurado durante los tres siglos anteriores
y, en consecuencia, los indios continuaron como una categoría social que
denotaba al sector dominado bajo formas coloniales, ahora en el seno de países
políticamente independientes.
Más todavía: muchos pueblos aborígenes se mantuvieron
hasta mediados del siglo XIX en un estado de virtual independencia, ocupando
enormes áreas que la sociedad colonial no había requerido, o no había podido
incorporar efectivamente. Los países independientes habrían de sustentar en la
explotación de esos territorios su economía nacional, atendiendo al
desgajamiento de los antiguos imperios coloniales y a la necesidad de
reorientar sus empresas económicas en un contexto nuevo en el que se debían
vincular con la economía mundial de forma diferente a la que caracterizó a las
colonias. Dos casos, entre muchos otros, muestran con toda claridad esta
situación. En primer lugar, la conquista del Oeste en Norteamérica: un proceso
por el que una enorme extensión territorial que había permanecido sólo
nominalmente adjudicada a las metrópolis española e inglesa, pero que de hecho
permanecía ocupada por una gran cantidad de grupos aborígenes autónomos y
beligerantes, pasa a formar parte real de las nuevas naciones, las cuales, para
dominarlo, no sólo habrán de luchar contra los indios sino entre ellas mismas.
El segundo caso es el de la conquista del desierto, como
se denominó la expansión argentina hacia el sur, ocupando la pampa y la
Patagonia que durante la época colonial fueron tan sólo tierra de indios. En
ambos ejemplos es patente que la independencia y la formación de las naciones
americanas repercutió en un nuevo impulso a la expansión territorial; pero lo
que es más importante: la actitud «nacional» ante esa expansión, la actitud
hacia los indios que ocupaban las tierras por conquistar, fue precisamente una
actitud de conquista, que en nada se distinguía de la que caracterizó a los
colonizadores europeos de los siglos XVI a XVIII. La más superficial lectura de
los documentos de la época revela similitudes sorprendentes con los clásicos
cronistas de la conquista. El indio sigue apareciendo en ellos con las mismas
características que tenía en el siglo XVI, a los ojos asombrados de los
primeros expedicionarios: los mismos estereotipos, los mismos prejuicios,
consolidados por más de 300 años de régimen colonial que, como anoté ya, exigía
esas imágenes para racionalizar el orden de dominio y explotación imperante.
Y el proceso sigue aún. Millones de kilómetros cuadrados
de la gran cuenca amazónica son todavía, para cualquier efecto práctico, tierra
ignota habitada sólo por indios –o, como se dice más frecuentemente y muy
reveladoramente: tierra deshabitada. Brasil y los demás países que con él
comparten ese enorme territorio imaginan la porción que las corresponde de
manera muy semejante a como en los albores de la colonia se imaginó Eldorado y
las ciudades de Cíbola. Los frentes de expansión de las sociedades nacionales
mordisquean incesantemente los límites de la que todavía hoy se llama «frontera
de la civilización»; son los nuevos territorios de conquista y, en tal
condición, los indios que los habitan son nuestros enemigos –por más que las
legislaciones respectivas los declaren ciudadanos de tal o cual país. El tiempo
se detuvo: al indio hay que dominarlo, «civilizarlo», cristianizarlo; cualquier
resistencia suya, real o imaginada, justifica el genocidio –etapa extrema del
etnocidio constante. El apetito de tierra es insaciable –y en América, la
tierra tiene indios.
Los ejemplos anotados corresponden ya a la vida
independiente de las naciones americanas. Porque son casos extremos,
situaciones-límite, muestran con mayor claridad que otros que la presencia del
indio indica persistencia de la situación colonial. Indio y situación colonial
son, aquí, términos inseparables y cada uno conlleva al otro.
Confío en que haya quedado suficientemente claro que la
categoría de indio o indígena es un producto necesario del sistema colonial en
América. Es, evidentemente, una categoría supraétnica que abarca
indiscriminadamente a una serie de contingentes de diversa filiación histórica
cuya única referencia común es la de estar destinados a ocupar, dentro del
orden colonial, la posición subordinada que corresponde al colonizado. El
problema consistiría en definir si la persistencia de la categoría social indio
corresponde efectivamente a la persistencia de una situación colonial, o si
debe entenderse como un remanente que ya no está sustentado por el orden social
–colonial– que le dio origen[9].
No es ahora el momento para entrar de lleno y a fondo en
la compleja polémica que se ha desatado en América Latina en torno a conceptos
tales como colonialismo interno, sociedad dual o plural, marginalidad y otros
del mismo tenor; pero sin duda, el tema que he discutido toca de manera directa
esa problemática y es necesario apuntar expresamente sus principales
implicaciones al respecto.
Me parece que la documentación etnográfica disponible
–aunque tal literatura, por desgracia, haya sido con frecuencia completamente
ciega a ese tipo de problemas– es abundante en indicios sobre la manera en que
las sociedades indígenas se vertebran dentro de las sociedades nacionales, y
que el cuadro que paulatinamente nos revelan, a pesar de ser fragmentario y
desdibujado, nos permite apreciar un tipo de relaciones cuya naturaleza
colonial es evidente.
El carácter colonial de estas relaciones no implica que
sean relaciones precapitalistas, o que no correspondan a un orden en que el
modo de producción dominante sea el capitalismo. De hecho, el colonialismo de
los tiempos modernos, a partir de la era de los grandes descubrimientos que
abrieron el camino para la expansión europea, es un resultado del capitalismo y
ha acompañado a este modo de producción a través de sus diversas etapas. En
otras palabras: las relaciones coloniales (sean internas o externas), no sólo
no son incompatibles ni están en contradicción con el modo de producción
capitalista, sino que no pueden entenderse más que como un producto del régimen
capitalista.
Ahora bien, no todas las relaciones de producción dentro
del orden capitalista son relaciones coloniales, ni se puede identificar, en
consecuencia, relación colonial con relación capitalista. Lo que define
específicamente a una situación colonial –y en esto trato de seguir las ideas
de Georges Balandier (1951)– es el hecho de que es una situación total que
involucra necesariamente a dos grupos étnicos diferentes, uno de los cuales,
portador de una civilización con una tecnología de dominio más avanzada, se
impone sobre el otro en todos los órdenes y justifica y racionaliza ese dominio
en nombre de una superioridad racial, étnica o cultural dogmáticamente afirmada.
Así entendida, la relación colonial es una categoría a nivel diferente de la de
modo de producción.
Volviendo ahora a la reflexión sobre la situación de las
poblaciones indígenas, cabría señalar, entonces, que la vinculación de éstas
con el resto de la sociedad nacional se puede postular como una relación
colonial, sin que esto niegue la naturaleza capitalista (dependiente) que
caracteriza todavía a la estructura económica de las naciones latinoamericanas
en las que existe población indígena. La situación que subsiste en las regiones
indígenas y en los frentes de contacto (o de fricción, como aclara Cardoso de
Oliveira, 1962) entre sociedades nativas y agentes de las sociedades
nacionales, conformaría una situación colonial.
Los indicios de tal situación colonial son abundantes en
la literatura antropológica, y no cabe en los límites de este artículo ningún
intento serio de documentarlos sistemáticamente; pero el lector familiarizado
con estos temas podrá recordar con facilidad el contexto de discriminación que
predomina en esas áreas, la gran variedad de formas de dominio político e
ideológico y de explotación económica que se dan dentro de él en beneficio
inmediato de la minoría no-india, así como el papel que juegan las diferencias
socio-culturales entre la población indígena y la nacional [10]. El contraste
entre ese tipo de relaciones y las que podemos llamar propiamente capitalistas,
no está en que en las primeras no conlleven una forma de explotación económica
en beneficio de la burguesía nacional y/o internacional, sino en la manera en
que tal explotación se efectúa, y en que demanda un contexto socio-cultural con
características peculiares que, a la vez, hace posible la explotación colonial
[11].
El papel que desempeñan los sectores indígenas dentro de
las estructuras nacionales es un tema a analizar, pero lo que me parece claro
es que su caracterización no se agota –y sí, en cambio, se obscurece– cuando en
un exceso de simplificación se pretende encasillarlos bajo rubros como el de
proletarios o ejército de reserva industrial. A este respecto, el estudio de
José Nun (1969) sobre la marginalidad en América Latina es, en mi opinión, un
buen ejemplo del tipo de análisis que exige esta problemática.
Indios y etnias
La conceptualización del indio como una categoría social
de la situación colonial en América conlleva una serie de implicaciones de gran
importancia, de entre las cuales sólo voy a referirme aquí a una: la distinción
entre indios y etnias. La categoría indio o indígena es una categoría analítica
que nos permite entender la posición que ocupa el sector de la población así
designado dentro del sistema social mayor del que forma parte: define al grupo
sometido a una relación de dominio colonial y, en consecuencia, es una
categoría capaz de dar cuenta de un proceso (el proceso colonial) y no sólo de
una situación estática.
Al comprender al indio como colonizado, lo aprehendemos
como un fenómeno histórico, cuyo origen y persistencia están determinados por
la emergencia y continuidad de un orden colonial. En consecuencia, la categoría
indio implica necesariamente su opuesta: la de colonizador. El indio se revela
como un polo de una relación dialéctica, y sólo visto así resulta comprensible.
El indio no existe por sí mismo sino como una parte de una dicotomía
contradictoria cuya superación –la liberación del colonizado– significa la
desaparición del propio indio.
La etnia, como categoría aplicable para identificar
unidades socio-culturales específicas resulta ser una categoría de orden más
descriptivo que analítico. En efecto, si hablamos de sioux, tarahumaras,
aymaras o tobas, hacemos referencia a las características distintivas de cada
uno de esos grupos y no a su posición dentro de las sociedades globales de las
que forman parte; estamos nombrando entidades históricas que alguna vez fueron
autónomas, hoy están colonizadas y en el futuro se habrán liberado. Sin que el
paso de una condición a otra las haga necesariamente desaparecer, porque no se
definen por una relación de dominio –como el indio– sino por la continuidad de
su trayectoria histórica como grupos con una identidad propia y distintiva. La
identidad étnica, por supuesto, no es una condición puramente subjetiva sino el
resultado de procesos históricos específicos que dotan al grupo de un pasado
común y de una serie de formas de relación y códigos de comunicación que sirven
de fundamento para la persistencia de su identidad étnica.
Es evidente que las etnias sometidas han sufrido los
efectos de la situación colonial. Muchos grupos desaparecieron a lo largo de
cuatro y medio siglos de colonización; otros están en vías de extinción. Buen
número de etnias se han fragmentado como resultado del mismo proceso. En mayor
o menor grado la cultura indígena –es decir, la cultura del colonizado– ha
substituido con elementos comunes lo que antes fueron rasgos distintivos
particulares, reduciendo así la base étnica distintiva pero ampliando el
fundamento de la identidad común del colonizado. La liberación del colonizado
–la quiebra del orden colonial– significa la desaparición del indio; pero la
desaparición del indio no implica la supresión de las entidades étnicas, sino
al contrario: abre la posibilidad para que vuelvan a tomar en sus manos el hilo
de su historia y se conviertan de nuevo en conductoras de su propio destino.
Ya hay ejemplos que apuntan en la dirección señalada.
Julio de la Fuente reporta en uno de sus trabajos (de la Fuente, 1947b) que los
zapotecos del Istmo de Tehuantepec rechazan la denominación de indios, pero no
la de zapotecos ni la de tehuanos. Al parecer, se ha roto en esa región la
estructura de dominio colonial y ello ha dado lugar al surgimiento de una
identidad étnica regional desligada de la categoría indígena. En otros casos no
ha persistido la denominación étnica, aunque subsista una organización cultural
distintiva; tal sería la situación en la ciudad de Cholula y en el área aledaña
«mestiza» [12]. Las condiciones que determinan la persistencia de una identidad
étnica específica, o su transformación en una conciencia regional distintiva
–una vez roto el vínculo colonial– serían uno de los problemas a estudiar
dentro de la perspectiva que aquí se ha propuesto.
Este planteamiento se relaciona de manera clara e
ineludible con la política indigenista. En primer término, porque al no haber
hecho ésta una distinción clara entre indios y etnias ha caído en la confusión
de proponerse como meta la desaparición de las etnias y no de los indios –es
decir: del orden colonial. Al no reconocer que el problema indígena reside en
las relaciones de dominio que sojuzgan a los pueblos colonizados, el
indigenismo ha derivado generalmente –en la teoría, pero sobre todo en la
práctica– en el planteamiento de líneas de acción que buscan la transformación
inducida –y a veces compulsiva– de las culturas étnicas, en vez de la quiebra
de las estructuras de dominio.
Para la solución del problema, la política indigenista
plantea como condición implícita y previa la desaparición de las etnias
–cuando, como hemos visto, la desaparición del indio obedecerá a un proceso que
es ajeno a los que determinarán la disolución o el reforzamiento de las
entidades étnicas. El indigenismo, en fin, parece considerar que el pluralismo
cultural es un obstáculo para la consolidación nacional; en realidad, no es la
pluralidad étnica lo que entorpece la forja nacional, sino la naturaleza de las
relaciones que vinculan a los diversos grupos, y en el caso indígena, la
situación colonial que le da origen.
Fuente: Publicada en Anales de Antropología -Revista del
Instituto de Investigaciones antropológicas UNAM Vol 9 (1972) > Bonfil
Batalla ISSN (impresa): 0185-1225
Notas
Bibliografía citada
Aguirre Beltrán, Gonzalo 1967. – Regiones de refugio: El
Desarrollo de la comunidad y el proceso dominical en Mestizo América. - México:
Instituto Indigenista Interamericano, 1967. - Col. Ediciones Especiales, nº 46,
366 p.
Anuario Indigenista 1962. – «Paraguay» (con la
colaboración de Alberto Preda Llamosas). - In: «Indians in the Hemisphere Today:
Guide to the Indian Population», Anuario Indigenista, vol. XXII, México:
Instituto Indigenista Interamericano, 1962, p. 96-98.
Balandier, Georges 1951. – «La Situation coloniale:
Approche théorique». - In: Cahiers internationaux de sociologie, vol. XI,
Paris, 1951, p. 44-79. • Engl. trans.: «The Colonial situation: A theoretical
approach». - In: Immanuel Wallerstein (ed.). - Social Change: The Colonial
Situation. - New York: John Wiley & Sons, 1966, p. 34-61.
Balandier, Georges 1955. – Sociologie actuelle de
l’Afrique Noire. - Paris: Presses Universitaires de France, 1963, xii-532 p.
Beale, Calvin L. 1955. – «Características demográficas de
los indígenas de los Estados Unidos de América». - In: América Indígena, vol.
XV, nº 2, México: Instituto Indigenista Interamericano, abril 1955, p. 127-137.
Beltrán, Luis 1969. – «Dualisme et pluralisme en Afrique
tropicale indépendante». - In: Cahiers internationaux de sociologie, vol.
XLVII, Paris, juillet-décembre 1969, p. 93-118.
Borgognon, Alfonso 1968. – «Panorama indígena paraguayo».
- In: América Indígena, vol. XXVIII, nº 4, México: Instituto Indigenista
Interamericano, octubre 1968, p. 1101-1117. - Informe presentado ante el VI
Congreso Indigenista Interamericano, Pátzcuaro, 15-22 abril 1968.
Cardoso de Oliveira, Roberto 1962. – «Estudo de áreas de
fricção interétnica no Brasil». - In: América Latina, vol. V, nº 3, Rio de
Janeiro: Centro Latino Americano de Pesquisas em Ciências Sociais,
julho-setembro 1962, p. 85-90.
Carrasco, Pedro 1951. – «Las Culturas indígenas de
Oaxaca, México». - In: América Indígena, vol. XI, nº 2, México: Instituto
Indigenista Interamericano, abril 1951, p. 99-114.
Caso, Alfonso 1948. – «Definición del indio y lo indio».
- In: América Indígena, vol. VIII, nº 4, México: Instituto Indigenista
Interamericano, octubre 1948, p. 239-247. - Ponencia al II Congreso Indigenista
Interamericano, Cuzco, 10-20 octubre 1948.
Comas, Juan 1953. – «Razón de ser del movimiento
indigenista». - In: América Indígena, vol. XIII, nº 2, México: Instituto
Indigenista Interamericano, abril 1953, p. 133-144.
Foster, George M. 1960.
– Culture and Conquest: America’s Spanish Heritage. - New York: Wenner-Gren
Foundation for Anthropological Research, 1960. - Col. Viking Fund Publications
in Anthropology, nº 27, 272 p.
Fuente, Julio de la 1947a. – «Discriminación y negación
del indio». - In: América Indígena, vol. VII, nº 3, México: Instituto
Indigenista Interamericano, julio 1947, p. 211-215. • Reed. in: Julio de la
Fuente. - Relaciones interétnicas. - México: Instituto Nacional Indigenista,
1965, p. 74-77.
Fuente, Julio de la 1947b. – «Definición, pase y
desaparición del indio en México». - In: América Indígena, vol. VII, nº 1,
México: Instituto Indigenista Interamericano, enero 1947, p. 63-69. • Reed. in:
Julio de la Fuente. - Relaciones interétnicas. - México: Instituto Nacional
Indigenista, 1965, p. 68-73.
Fuenzalida Vollmar, Fernando 1970. – «Estructura de la
comunidad de indígenas tradicional: Una hipótesis de trabajo». - In: José Matos
Mar (comp.), Hacienda, comunidad y campesinado en el Perú. (2ª ed. aumentada).
- Lima: Instituto de Estudios Peruanos, 1976. - Col. Perú Problema, nº 3, p.
219-263.
Gamio, Manuel 1957. – «Underdeveloped Countries». - In:
América Indígena, vol. XVII, nº 4, México: Instituto Indigenista
Interamericano, octubre 1957, p. 335-340.
León-Portilla, Miguel 1966. – «¿Qué es el indigenismo
interamericano?». - In: América Indígena, vol. XXVI, nº 4, México: Instituto
Indigenista Interamericano, octubre 1966, p. 341-359.
Lewis, Oscar & Ernest E. Maes 1945. – «Base para una
nueva definición práctica del indio». - In: América Indígena, vol. V, nº 2,
México: Instituto Indigenista Interamericano, abril 1945, p. 107-118.
Lipschutz, Alejandro 1956. – La Comunidad indígena en
América y en Chile: Su pasado histórico y sus perspectivas. - Santiago de
Chile: Editorial Universitaria, 1956. - Col. América Nuestra, 205 p.
Memmi, Albert 1957. – Portrait du colonisé. - Paris:
Jean-Jacques Pauvert, 1966. - Col. Libertés, nº 37, 185 p. - Précédé du
«Portrait du colonisateur» (p. 39-113) et d’une préface de Jean-Paul Sartre (p.
29-38).
Mendieta y Núñez, Lucio 1942. – «Notas sobre el artículo
“El Indio en México” de Robert Redfield». - In: Revista Mexicana de Sociología,
vol. IV, nº 3, México: Instituto de Investigaciones Sociales, Universidad
Nacional Autónoma de México, 3er trimestre 1942, p. 63-68.
Nun, José 1969. – «Superpoblación relativa, ejército
industrial de reserva y masa marginal». - In: Revista Latinoamericana de
Sociología, vol. V, nº 2, Buenos Aires: Centro de Investigaciones Sociales,
Instituto Torcuato Di Tella, julio 1969, p. 178-235.
Pozas, Ricardo & Isabel H. de Pozas 1971. – Los
Indios en las clases sociales de México. - México: Siglo XXI, 1971, 181 p.
Ribeiro, Darcy 1971. – Fronteras indígenas de la
civilización. - México: Siglo XXI, 1971, 419 p.
Segundo Congreso Indigenista Interamericano 1949. – «Acta
final del Segundo Congreso Indigenista Interamericano, celebrado en Cuzco,
Perú, del 24 de junio al 4 de julio de 1949». - In: Actas finales de los tres
primeros Congresos Indigenistas Interamericanos. - Ciudad de Guatemala:
Publicaciones del Comité Organizador del IV Congreso Indigenista
Interamericano, mayo 1959, p. 75-125
[1] La elaboración de este esquema se vio constantemente
estimulada por las discusiones que el autor sostuvo sobre tales temas en los
seminarios que dirigió en el Museo Nacional de Rio de Janeiro, Brasil (1970),
en la Universidad Nacional Autónoma de México y en la Universidad
Ibero-Americana (1971), así como en el Coloquio sobre fricciones interétnicas
en América del Sur, celebrado en Barbados, en febrero de 1971.
[2] Conviene añadir que los recientes movimientos
indígenas en ese país han hecho uso frecuente del concepto de raza para
designarse a sí mismos.
[3] El dato sobre hablantes de guaraní procede de A.
Borgognon (1968); el porcentaje de población indígena es una estimación del
Anuario Indigenista (1962), donde se calcula un total de 64 mil indios en el
Paraguay.
[4] . «Es indio –dice– todo individuo que se siente
pertenecer a una comunidad indígena; que se concibe a sí mismo como indígena,
porque esta conciencia de grupo no puede existir sino cuando se acepta
totalmente la cultura del grupo; cuando se tienen los mismos ideales éticos,
estéticos, sociales y políticos del grupo; cuando se participa en las simpatías
y antipatías colectivas y se es de buen grado colaborador en sus acciones y
reacciones.» (Caso, 1948: 245).
[5] El Segundo Congreso Indigenista Interamericano,
celebrado en 1949 en Cuzco, Perú, aprobó la siguiente definición que da idea de
la confusión reinante: «El indio es el descendiente de los pueblos y naciones
precolombinos que tienen la misma conciencia social de su condición humana,
asimismo considerada por propios y extraños, en su sistema de trabajo, en su
lengua y en su tradición, aunque éstas hayan sufrido modificaciones por
contactos extraños. Lo indio es la expresión de una conciencia social vinculada
con los sistemas de trabajo y la economía, con el idioma propio y la tradición
nacional respectiva de los pueblos o naciones aborígenes.» (Segundo Congreso
Indigenista Interamericano, 1949: 86-87).
[6] Esa es la preocupación de O. Lewis y E. E. Maes
(1945), en «Base para una nueva definición práctica del indio».
[7] Había algunas denominaciones genéricas, como la de
«chichimecas», que usaron despectivamente los mexicas para referirse a los
pueblos que vivían más allá de la frontera norte de Mesoamérica. Sin embargo,
los nombres que se dan a sí mismos muchos pueblos aborígenes significan
conceptos tales como «los hombres», «los hombres verdaderos» y otros
semejantes.
[8] Con ese término designa Memmi (1957) el fenómeno de
la pérdida de singularidad en la imagen que el colonizador se forma del
colonizado.
[9] Esa es la posición que sustentan Ricardo e Isabel
Pozas en su obra antes citada.
[10] Véase por ejemplo, para el caso de México, G.
Aguirre Beltrán (1967).
[11] Damos aquí al concepto de explotación un sentido
primordialmente económico, entendiendo por tal el proceso de transferencia de
los excedentes de producción, del grupo productor a otro u otros, sin
reciprocidad.
[12] El caso de Cholula ha sido estudiado en detalle por
el autor y los resultados se ofrecen en Modernización y tradicionalismo.
Dialéctica del desarrollo en Cholula de Rivadavia, Puebla, próximo a
publicarse. [NdE: La publicacación fue hecha el año siguiente, pero con un
título diferente: Guillermo Bonfil Batalla. - Cholula: La Ciudad sagrada en la
era industrial. - México: Instituto de Investigaciones Históricas, Universidad
Nacional Autónoma de México, 1973, 296 p.].
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Ya que has llegado hasta aquí, BP agradecería tus comentarios y sugerencias.