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Mareas de estatuas, tsunami de conciencias

Comentario sobre el derribo de estatuas en EUA y otros países occidentales, en el contexto del movimiento antirracista estadounidense.
Todo indica que este 2020 será uno de esos años llamados a marcar el curso de la humanidad. La pandemia global ha situado frente a nuestras narices desafíos a los que, desde el hedonismo y el egoísmo que nos asiste como especie, preferíamos voltearles la cara.
Unido a lo anterior, este año también quedará marcado en los anales por las turbulencias del movimiento antirracista Black Lives Matter (BLM) en Estados Unidos, reacción popular contra el gobierno de Donald Trump, cuya administración, infectada de supremacismo y discriminación, ha caído como un chorro de alcohol en una vieja herida, aún abierta en el corazón de Norteamérica.
La revuelta de las estatuas ha sido una de las expresiones de ese movimiento contra el racismo desatado en EUA. La destrucción o vandalización parcial de monumentos ha generado enorme polémica, en especial después de cruzar las fronteras estadounidenses, hasta instalarse en Canadá y en algunas naciones europeas, antaño potencias coloniales.
En ciertos casos no tengo dudas de que la reivindicación por la memoria histórica de las víctimas del esclavismo, el colonialismo y la segregación racial, ha resultado contraproducente con los métodos usados por sus vindicadores. Los mismos protagonistas del BLM, esos que han derribado esculturas de esclavistas e ideólogos del racismo, han sido acusados de mancillar otros monumentos que, sin comerla ni beberla, están dedicados a personalidades, difícilmente asociables con la causa que se les imputa.
A mí personalmente me pareció surrealista que el busto de Miguel de Cervantes apareciera embadurnado de pintura roja en el parque Golden Gate, de la ciudad norteamericana de San Francisco, especialmente porque no conozco ni siquiera algún pronunciamiento del Manco de Lepanto que pudiera asociarse remotamente con el esclavismo o con las doctrinas supremacistas que lo sustentaron.
Enseguida la acción fue achacada a los manifestantes del BLM, quienes, si materializaron tal ofensa realmente, dejaron evidenciada además de un comportamiento anárquico y caótico, una incultura que carcome cualquier basamento racional que aspiren a otorgarle a sus demandas.
No obstante, yo todavía me pregunto cómo tanta ignorancia puede caber en un ciudadano de nuestro tiempo, cuando la sabiduría puede conquistarse tan solo a golpe de teclado. Al mismo tiempo, aún cuestiono si en realidad aquella palabra «bastardo» y los símbolos fascistas de color rojo sangre, sobre la estatua del escritor más grande de la lengua española, pudieron ser las acciones de gente que clama por una causa justa. ¿Quién puede asegurar que tal acto vandálico no estuvo protagonizado por los opositores ideológicos del BLM, con el fin de inculparlo y desacreditarlo, en medio de una sociedad norteamericana extremadamente polarizada bajo la administración Trump?
Sin embargo, más allá de qué monumentos deben ser derribados y cuáles no, la marea de las estatuas contiene un debate mucho más rico y profundo que ha generado controversias durante meses en las redes sociales. ¿Destruir obeliscos puede solucionar el problema y enmendar las heridas del pasado?
«La historia no puede reescribirse». Tal falacia fue repetida constantemente por los medios en múltiples lugares. Se pretende hacer creer que la historia es esa ventana diáfana a la que cualquiera se asoma para contemplar el pasado en estado puro. Sin embargo, bien es sabido que la historia ha sido reescrita muchas veces, casi siempre a conveniencia de los poderosos y vencedores. Bien lo dice ese proverbio africano, popularizado por el escritor uruguayo Eduardo Galeano, frase sencilla que al parecer muchos han olvidado en estos días: «Hasta que los leones tengan sus propios historiadores, las historias de cacería seguirán glorificando al cazador».
El pasado no se puede cambiar, pero la historia sí. ¿No mandó Stalin en tiempos que no existía Photoshop a eliminar a su rival Trosky de las fotos oficiales, donde ambos bolcheviques aparecían juntos? La historia no es el pasado en sí, sino el relato sobre ese pasado, relato que, además de los vericuetos propios de la reconstrucción material de todo hecho pretérito, está mediado por los procesos subjetivos que rigen nuestro raciocinio y donde la objetividad es una aspiración, más que una garantía.
En otras palabras: quienes escriben la historia deben apoyarse en una ética que les permita aportar objetividad a la reconstrucción del pasado, pero esta labor nunca estará exenta de interferencias subjetivas, entre las cuales destaca el componente ideológico inevitable casi siempre que se aborda un objeto de estudio de las ciencias sociales y las humanidades.
Ahora bien, ¿derribando estatuas se puede reescribir el pasado? En casi todas las sociedades los monumentos públicos a personalidades de otras épocas tienen la función de glorificar para la posteridad las memorias sobre dichos hombres y mujeres. Tales estatuas cuentan con un componente patrimonial y otro, casi siempre el más importante, simbólico, desde la hora en punto en que las figuras de bronce o mármol son mostradas a las generaciones actuales como paradigmas.
Desde ese punto de vista, surge una contradicción cuando la figura que inspiró determinada escultura queda desfasada con respecto al sistema de valores en boga, cuando los valores encarnados en la personalidad del monumento se oponen antagónicamente a los principios que sostiene la moral que determinada sociedad desea legar a las generaciones más jóvenes. En ese caso, la estatua ha dejado de cumplir su función paradigmática y simbólica. La figura histórica que la inspiró ya no puede tomarse como modelo.
Imaginad que en Alemania se conservara en un espacio público alguna estatua de Hitler, erigida durante el Tercer Reich, con el argumento de que esta posee valores estéticos dignos de preservar. En tal caso, prevalecería el componente patrimonial, pero ¿qué mensaje se estaría dando a las generaciones actuales con semejante monumento? Sería impensable en suelo alemán, pero en muchos otros países se conservan monumentos de tiranos y dictadores, aunque estos se encuentren en contradicción con el sistema de valores predominante en tales sociedades.
Si no se quiere destruir la estatua o trasladarla a un lugar menos relevante, por lo menos dicho monumento debe ser sometido a un reajuste que permita equilibrar su mensaje simbólico con el sistema de valores con el que ha entrado en contradicción. La opción más fácil y económica resulta evidente cuando muchos gobiernos locales deciden acompañar las esculturas con placas conmemorativas o vallas expositivas, lo suficientemente amplias, visibles y explícitas, como para proveer la información necesaria sobre las luces, pero también las sombras, de la figura histórica modelada sobre la piedra o el metal.
Esta solución cumple una función educativa muy importante que, al mismo tiempo, ofrece la oportunidad de marcar distancia entre las posturas contemporáneas y las faltas que opacan la trayectoria de la persona inspiradora del monumento, desde nuestra perspectiva actual. Ello puede además complementarse con las posibilidades que ofrecen en nuestros días los formatos virtuales, como medio de orientación en sitios históricos y museos.
Otra alternativa sería resemantizar el monumento, desde el punto de vista urbanístico y escultórico, dotando al proyecto original de otros componentes, capaces de contrarrestar la función glorificadora para la que fue concebido originalmente. Esta idea pretende mantener la escultura original en aspecto y locación, pero rodearla de motivos añadidos, como por ejemplo otras esculturas, que, no solo aporten información sobre las faltas de la figura histórica, sino que, mediante la función persuasiva del arte, puedan restar majestuosidad a la estatua que acompañan. 
Por supuesto, dicha solución por lo general cuesta más, exige de un mayor nivel de creatividad, puede desencadenar conflictos con la propiedad intelectual, asume el reto de la integración al entorno y suele generar las mismas controversias como cuando se opta por derribar una escultura o se cambia de lugar. Por ello, está claro que las decisiones a tomar, con respecto a monumentos polémicos deben estar sujetas a debate ciudadano o a la consulta de expertos, como ha hecho Ada Colau, alcaldesa de Barcelona, con respecto al destino de la estatua de Colón en la Ciudad Condal, controversia experimentada también por otros conjuntos monumentales dedicados al descubridor de América en varios sitios del planeta. 
Sin embargo, la cuestión material de la estatua resulta relativamente simple y aquí volvemos a la interrogante sobre la pertinencia de destruir o no los monumentos. Antes de querer reescribir la historia en el mármol o en el bronce, será necesario hacerlo en los libros de los colegios y, muy especialmente, en la conciencia de los ciudadanos.
Enseñar el pasado desde una postura crítica significa entender el contexto que les tocó vivir a los inspiradores de esculturas, pero sin justificar sus faltas, sino más bien, valorándolas desde una perspectiva crítica, para que las nuevas generaciones tengan un marco axiológico en el que mirarse, cuando se sientan en cualquier espacio público de nuestras ciudades. Repetimos: contextualizar y someter a juicio crítico, desde la perspectiva presente.
No se hace nada con mover estatuas, si la historia ha sido escrita o reescrita sobre líneas torcidas y sirve desde las aulas para legitimar causas poco nobles, de cara a los derechos humanos, la igualdad soberana de los pueblos, el respeto de las minorías, así como otras conquistas sociales y políticas alcanzadas por nuestra especie
Desde el anterior punto de vista, la marea de las estatuas, a pesar de los radicalismos que se le achacan, es un síntoma halagüeño del despertar de la conciencia cívica contra los sistemas de valores imperantes durante siglos en sociedades colonialistas y esclavistas. Resulta destacable el hecho de que muchos de los participantes sean jóvenes, algo positivo en un mundo necesitado de gente que mire más allá de su ombligo, su bolsillo o el smartphone.
Si bien los excesos de la marea de las estatuas deben condenarse, resulta inspirador que en este 2020, en las naciones que conforman la élite mundial, exista una generación negada a consumir pasivamente la historia enlatada por los discursos chauvinistas y nacionalistas, orondos por sus pasados imperiales. En este sentido, la manera en que enseñan la historia de la conquista de América en los colegios españoles es algo que particularmente me horroriza, en momentos en que la mayor parte de la antigua Europa ha asumido su época colonialista como algo oprobioso e incluso, reyes* y papas han pedido perdón por el apoyo de sus antcesores a estas causas tan condenables en nuestros días. Resulta gratificante porque la historia como mismo puede reescribirse, también puede repetirse. Alegra saber que, en lo tocante al esclavismo y el racismo, habrá jóvenes de hoy dispuestos a impedir tales lacras del devenir humano. Esperemos que, junto a la caída de monumentos, caiga también la autoridad moral de quienes reverencian como parte de su estirpe a conquistadores y traficantes humanos de siglos anteriores.
Nota: 
*Aquí me refiero a reyes con vergüenza en la cara, no a hijos de gorrinos ladrones y puteros    

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