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Tarde cortazariana

Recuerdos de mi paso por la ciudad de San Luis, en el corazón de la Argentina. Julio Cortázar no hubiera podido nacer en otro país.  
Una tarde rara. En los parques de los pueblos grandes siempre se arremolinan seres extraños a la hora en que los gorriones despiden el día y los perros entre ladridos persiguen bicicletas. Pero hoy ha sido una tarde más que rara.
Como si Cortázar hubiera querido desenjaular en esta latitud de la Argentina a todos sus cronopios y todas sus famas, para que todos y cada uno de ellos compitieran por atrapar desesperados a algún interlocutor vespertino de ocasión, con el fin de soltarles el sinfín de historias que tenían atragantadas, desde que la pluma cortazariana los condenara a vidas de papel, encerrados entre las páginas de su libro.
La Plaza Pringles, en el centro de la ciudad argentina de San Luis, es uno de esos sitios donde la gente sigue conversando con desdonocidos al caer la tarde. Foto: Miguel A. Valdés.
Primero una señora. Llega a mi banco, me mira y, con cara del primer humano que aguarda el fuego robado por Prometeo, me pide que le configure el wiffi en el móvil. Mas su avidez por navegar en realidad no era más que una estrategia de vieja loba de mar, para no naufragar en su ocaso de aburrimiento y silencio. Conmigo se puso las botas.
Empezó a contarme que le habían estafado con la antena del wiffi de su casa, que el vendedor no quería respetar la garantía del equipo, que tampoco había aceptado devolverle el dinero...Y así elevó anclas y abrió las velas en un discurso que parecía convertir a la madrugada en brújula de aquella travesía. Pero la mujer calló, o mejor, encalló. Dicen los marinos que siempre hay vendaval que frene a todo navío.
De pronto un señor interrumpió la mundana exposición de la fulana. Era un anciano que vendía cuchillas de afeitar desechables. Mal vestido pero limpio. De apariencia imponente pero no de los que asustan.
De todas formas quiso vendernos sus baratijas. Hasta echó garras de un simpático marketing de muy bajo costo, asociando mi color bronceado caribeño con el país de procedencia de aquellas cuchillas: Venezuela. Aquello me pareció intentar vender cubitos de hielo a los esquimales.
Lo mejor vino después. Cuando le hablé de mis raíces asturianas y de mi vida en la Madre Patria. El pequeño cronopio se quitó su máscara de vendedor por necesidad y sacó una enciclopedia mental sobre varios de los más grandes de la tierra ibérica. Recitaba, para asombro nuestro, con puntos y comas las biografías de grandes de la cultura española. 
La señora que nos acompañaba, al principio observaba la tormenta de nombres y palabras desatada por su coterráneo. Sin embargo, ella prefirió quedarse en tierra firme: escuchó la diletancia de su coterráneo hasta que en un momento no le pudo seguir más y se refugió en su móvil, en el rincón de aquel banco, en la esquina de aquel pueblerino parque. 
San Luis es una capital de provincia bastante corriente, pero su plaza principal es el sitio de encuentro que la hace singular. Foto: Miguel A. Valdés.
¡Si lo hubieras visto, Piazzola! Aquel piantao, de ropas llorosas, hablaba de Buñuel, de Dalí, de Gala, de Miguel Hernández...Vida y milagro de los grandes. Luego me regaló pasajes de la estancia de Lorca en Argentina, del encuentro del granadino con Borges y Bioy Casares, en casa de una rica señora porteña que cobijaba a los artistas y poetas de la época. Aquel piantao vendedor de cuchillas fue para mí un punto de giro: del trivial tedio nuestro de cada día en San Luis, a una tertulia del Olimpo improvisada bajo la elegancia de los árboles que aquí llaman pimientos.
Aprendí mucho con aquel cronopio. Casi en la despedida, me contó incluso sobre su mal de amores. Lo había dejado por otro una directora de películas que, fijo, nunca logró conquistar a nadie tan fan ni fiel como este hombre de voz afligida. Él, en venganza, renunció de por vida a esa pasión por el séptimo arte que un día ambos habían compartido. No fue fácil, decía el viejo. Al principio, le costaba voltear la cara siempre que pasaba frente a la cartelera de los cines o tachar, antes de poder leer los periódicos, los anuncios con los estrenos de cada semana. Trataba así de aislarse, de evitar cualquier noticia sobre los posibles triunfos artísticos de su ex. Tal autorrepresión lo convirtió en una regadera de saberes cinematográficos, los que iba salpincando a cuanto forastero como yo se encontraba por los parques de este mundo.
La Plaza Pringles se convierte en un hervidero de gente de todo tipo, incluso en las tardes del invierno austral. Foto: Miguel A. Valdés.
Avant-garde. Ese fue el botín que me dejó el personaje cortazariano en mi travesía hacia el conocimiento desde aquel frío parque puntano.

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