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A 40 años del lanzamiento de las sondas Voyager: legado hispanoamericano en el espacio interestelar

Más que un proyecto científico las Voyager se convirtieron en un canto a la diversidad humana. 
Las culturas de los países hispánicos no podían faltar en el proyecto Voyager, mediante el que se envió una pequeña muestra del acervo del mundo, con la esperanza de que algún día fuera interceptada por una civilización extraterrestre.
En las sondas lanzadas por la NASA la representación de Hispanoamérica resultó privilegiada. Conoce aquí cuáles fueron los países involucrados, así como los temas musicales y los rostros que esta parte del mundo regaló a las estrellas.
Por estos días se celebran 40 años del lanzamiento de las sondas espaciales Voyager I y Voyager II, enviadas por la NASA a los confines del universo. Cual botellas de náufragos en las olas del océano cósmico, estos vehículos han abonado la imaginación de varias generaciones de terrícolas, no solo por ser los objetos que más lejos han llegado entre todos los tocados por el hombre, sino porque además fueron concebidas como voceros  de las culturas de nuestro planeta, ante el anhelo milenario de contacto con alguna civilización extraterrestre tecnológicamente avanzada en el camino de estos artefactos viajeros, los cuales deberán tardar alrededor de 40 000 años para llegar a la estrella más cercana a nuestro sistema solar.
A los objetivos meramente exploratorios trazados por los científicos estadounidenses en un principio, se sumó el de transportar en las sondas un mensaje que pasaría a materializarse con una selección de imágenes y sonidos representativos de la vida en la Tierra, sus diferentes culturas y otra clase de datos básicos en relación con nuestra especie, tarea encomendada a un equipo encabezado por el reconocido astrónomo y comunicador estadounidense Carl Sagan.
De esta forma, una vez agotada la energía de las sondas y sus posibilidades de comunicación con la Tierra, los dispositivos mantendrían indefinidamente la misión de conservar una muestra de lo mejor del legado humano, incluso probablemente aun cuando la vida en el planeta, tal y como la concebimos hoy, haya desaparecido
Cada sonda transporta toda esa información en sendos discos gramófonos, producidos con cobre y recubiertos en oro. Saludos en diferentes idiomas, música de los pueblos del mundo y fotografías de la vida cotidiana en nuestro planeta aparecen contenidos en estos artefactos que a día de hoy, después de cuatro décadas de viaje,  se encuentran a 18 000 millones de kilómetros de la Tierra, en el caso del Voyager II y a 21 000 millones, en el caso del Voyager I, la única nave que hasta el momento ha logrado traspasar las fronteras de nuestro sistema solar para situarse en terreno del espacio interestelar.
La lengua de Cervantes hacia otros mundos
Por supuesto que si se habla de los pueblos y culturas que en el mundo han sido el legado de las naciones que comparten la lengua de Cervantes no podía dejar de estar representado en el disco de oro «Los sonidos de la Tierra», como se bautizó oficialmente al álbum enviado en las sondas Voyager. A la hora de cortar el pastel los latinoamericanos no se pueden quejar porque recibieron un buen trozo, tal vez tácito reconocimiento a la diversidad de razas, costumbres, manifestaciones artísticas y riqueza natural de Las Américas, como quien dice: si algún día vienen los extraterrestres seguramente que aquí tendrán mucho para descubrir.
Lo primero que debemos destacar es que  un sudamericano estuvo involucrado en el proyecto para prestar su voz y representar a todos los castellanoparlantes en el espacio sideral. En la sede de las Naciones Unidas, en Nueva York, Carl Sagan encontró a  hablantes nativos de los disímiles idiomas que necesitaba para estas muestras de las lenguas del mundo, tarea que según cuenta no fue nada fácil, porque al saber sobre el proyecto todos los países querían estar representados y algunos lo tomaron hasta como un asunto de Estado. A todo ello hay que sumar lo difícil de conseguir las autorizaciones para que dichos funcionarios pudieran participar en la iniciativa.
Por eso, Sagan optó por facilitar la cuestión, decantando los rollos burocráticos y protocolarios de la ONU, para en cambio pedir ayuda al Departamento de Lenguas Extranjeras de la Universidad de Cornell, donde él mismo era profesor. De ahí que se desestimara el saludo inicial de Juan Carlos Valero, un delegado chileno a la máxima organización internacional, quien había sido elegido con anterioridad para representar a los castellanos en el disco de oro. 
A pesar de lo anterior, nuestro idioma fue grabado, como no podía ser de otra forma tratándose ya en aquella época de una lengua con 225 millones de usuarios. Por ello, entre los 55 saludos que contiene el disco se escucha el «Hola y saludos a todos», en voz de un hispanohablante llamado Erik J. Beukenkamp, que aunque no tenemos mucha información sobre su identidad, a juzgar por el apellido pudiera ser una persona no nativa de la lengua de Cervantes.
De todas formas resulta atractivo pensar que uno de los más grandes viajes de descubrimiento de la historia humana trajo el castellano a América y que casi cinco siglos después, tras haber hecho propia esa lengua, desde este continente se haya lanzado a otra gran aventura, un salto superior al emprendido por Colón y sus navegantes.
Y allá va el sonoro castellano surcando las estrellas, compartiendo la misma nave con las lenguas modernas más usadas en nuestro planeta y además de la mano con rarezas lingüísticas actualmente extintas, como el sumerio y el arcadio, las que nos remontan a los inicios de la civilización en los fértiles suelos de la Mesopotamia, donde los antiguos albergaban la hoy ya milenaria esperanza de poder hablar otra vez con los dioses astronautas imaginados en leyendas, filmes y novelas de ciencia ficción.
El saludo en castellano para algunos resulta demasiado parco, lo cual no deja de ser cierto, si tomamos en cuenta la común expresividad de nuestros pueblos o lo mucho que nos gusta darle a la lengua, en comparación con representantes de otras culturas. Lo que posiblemente los extraterrestres no podrían entender con dicha grabación es que, ya seamos hispanohablantes de Madrid, La Habana, Veracruz, Cartagena de Indias o Río Negro, pocos en este mundo pueden ganarnos cuando se trata de desenvainar las palabras.
Sin embargo, el tiempo del disco era limitado y en ese sentido el hispanohablante grabado para las Voyager supo adecuarse a lo que Sagan necesitaba,  a diferencia de mensajes en otras lenguas, a veces demasiado adornados o incluso diletantes. Por ejemplo, los turcos al parecer no pudieron contenerse y le soltaron a los alienígenas algo que se traduciría como: «Queridos amigos de lengua turca, tal vez los honores de la mañana, estén sobre su cabeza».
Bueno, vale, hasta aquí todo bien. Pero para flipar de verdad hay que oír el mensaje en amoy, una de las lenguas de China: «Amigos del espacio, ¿cómo están ustedes? ¿Han comido ya? Vengan a visitarnos, si tienen tiempo». ¿Y si resulta que los extraterrestres no han cenado y se animan en venir a devorarnos?
Bromas aparte, resulta lícito pensar que si se contactara con vida inteligente, probablemente le pudiera parecer muy enigmático entender que los diferentes pueblos de la Tierra construyen sus saludos, sobre la base de sus propias historias, creencias y costumbres. Y en ese ejercicio de autodescubrimiento de los habitantes de nuestro planeta radica uno de los grandes méritos de las Voyager, como reconociera Carl Sagar, quien admitía que, aunque las sondas nunca fueran interceptadas por criaturas de otros mundos, por lo menos habrían contribuido a acercar a los pobladores de este.
Entre las estrellas, un mulato sonriente
 Los latinoamericanos también aparecen representados en el álbum de las Voyager a través de dos de las 115 imágenes entre las seleccionadas por el equipo de Sagar, a lo largo y ancho del planeta.  Estas fotos tomadas en Guatemala y Perú, respectivamente encajan perfectamente con el consenso general sobre qué debíamos mostrar sobre nuestro planeta y nuestra especie en aquel proyecto espacial.
Todos estuvieron de acuerdo en transmitir de la forma más sintética posible la idea de diversidad, belleza y al mismo tiempo sugerir mediante instantáneas nociones sobre procesos naturales y sociales propios del mundo que compartimos los terrícolas. Debían tratar de abarcar la mayor cantidad de esferas de la vida, desde los supermercados hasta los rayos X, todo excepto las guerras y las religiones, obviamente porque como bien se sabe a los humanos se no se nos da muy bien esta clase de cosas.
Por otro lado, también como criterio de selección se prefirió compartir imágenes de personas comunes antes que de celebridades. De ahí la pertinencia de la foto «Chicas andinas», tomada en las montañas peruanas, por el destacado fotógrafo norteamericano Joseph J. Scherschel, quien participara como fotorreportero en la Segunda Guerra Mundial, hiciera famosas instantáneas a Ernesto Che Guevara y que además trabajara para la revista National Geographic en el siglo XX, así  como uno de los fotógrafos de la Casa Blanca.
La imagen de las chicas peruanas tiene la virtud de unir el pasado con el futuro. Retrata no solo trajes, peinados y rasgos faciales con valor antropológico sino además el pausado fluir de otros tiempos, patrimonio casi exclusivo, ya desde la segunda mitad del pasado siglo y en nuestros días  aún más, de sitios como Los Andes, remansos contra la irrupción de las dinámicas modernas que han terminado invadiendo prácticamente todo el planeta.
En ese sentido la fotografía «Hombre de Guatemala» comparte semejantes valores. Ya para mostrar el desarrollo tecnológico de la especie humana el disco de oro incluía otras imágenes. Sin embargo, la del guatemalteco con su sombrero, machete y vara al hombro, nos recuerda los más básicos medios productivos que durante siglos el ser humano ha utilizado para desarrollar su mundo, con el sudor de la frente.
Sin embargo, el valor de la fotografía no radica solo en lograr sintetizar tradición y modernidad, sino además en la espontánea apariencia del fotografiado, con su entusiasmo de hombre trabajador, sello del sincretismo de las identidades hispanoamericanas y al mismo tiempo, carta de presentación de cualquiera de los individuos de nuestra especie, porque ¿en realidad hay algo más universal que una sonrisa?  
Aquella imagen resumía de alguna forma la historia de siglos de mestizaje cultural y étnico en esta región del mundo, tan atractiva en una época en que los estudios postcoloniales, el postmodernismo o el interculturalismo comenzaban a dar sus primeros pasos, al atraer la mirada hacia una periferia marginada, desconocida y poco estudiada que finalmente sería reivindicada como pieza clave en el mosaico de la humanidad.
Marcianos bailando chachachá
«Los marcianos llegaron ya…y llegaron bailando el chachachá». Así reza el reconocido tema del cantante boricua Tito Rodríguez, quien hiciera mover las caderas a mi entonces adolescente madre, allá por los años 50 de la pasada centuria.
La ocurrente canción evidencia la fecundidad de la música popular latinoamericana, capaz de poner a bailar imaginariamente incluso a seres de otros mundos. Sin embargo, en el caso hipotético de que una civilización inteligente de un planeta lejano hubiera desarrollado la capacidad de escuchar subrepticiamente nuestras ondas radioeléctricas, ¿no cabría  la posibilidad real de que hayan escuchado muchas veces los temas de la música latina que desde el surgimiento de los medios masivos han venido conquistando audiencias de casi todas las latitudes de la Tierra?
Tal éxito justifica el que, sin lugar a dudas, la sonoridad hispanoamericana debiera aparecer representada entre una selección de 90 minutos con ritmos del mundo, compilados especialmente para las Voyager, tomando en cuenta los variopintos estilos, épocas y nacionalidades.  
Imaginad lo difícil de un consenso sobre los temas que serían mandados al espacio, si sabemos que sobre gustos musicales no se pueden emitir decretos y que para más complicación, cuando hablamos sobre música popular latinoamericana cada nación tiene un as bajo la manga, en tanto el acervo de nuestros pueblos en este campo se encuentra entre lo más reconocido de la producción cultural de la especie humana. De hecho, integrantes del equipo de Sagan luego revelaron que mientras la selección de las fotos se desarrolló sin mucha traba, el escoger las piezas musicales resultó un verdadero nudo gordiano.
Lamentablemente la canción del puertorriqueño Tito Rodríguez con marcianos bailando chachachá posiblemente nunca fuera ni tan siquiera estimada, como tampoco tantos otros temas que hubieran merecido un pequeño espacio en el disco de oro. No obstante, en tiempos en que no existían los actuales dispositivos de almacenamiento digitales resultaba imprescindible la decantación y, en mi opinión, los dos temas elegidos como exponentes del patrimonio musical hispánico presentan sobradas razones para brillar en los confines del universo.


Lo anterior se puede confirmar cuando se escucha la pureza que transmite «Canción de boda peruana», un tema nupcial incaico, interpretado a capela en lengua quechua por una niña de la ciudad de Huancavelica, en la región central del país. La chica fue la persona más joven entre todas las grabadas para el proyecto Voyager y de hecho, su interpretación es como un reproche por haberse casado a muy temprana edad.
La inclusión de dos piezas musicales peruanas en el disco de oro, según comentó el propio Sagan en su libro El mensaje interestelar del Voyager, representó un reconocimiento simbólico a la vitalidad de la tradición en la tierra donde florecieron varias de las más grandes culturas antiguas del continente americano, las cuales además evidenciaron puntos de contacto con las prácticas musicales de disímiles regiones del mundo.
Lo anterior se pone de manifiesto en el otro tema tradicional peruano incluido en la selección musical de las  Voyager: «Zampoñas y tambor», seleccionada por la Casa de la Cultura de Lima, con una duración de 52 segundos. Carece de letra pero el protagonismo total lo tiene la flauta de pan, instrumento del Perú prehispánico, con estructura y notas similares a las estudiadas en otras culturas de Asia y el Pacífico, lo que pudiera sugerir que en tiempos remotos existieron contactos entre las diferentes culturas de estas regiones, como también defiende Sagan y queda recreado en películas de ciencia ficción como Alien Covenant.


La otra pieza que representa a la música popular hispanoamericana en las sondas interestelares de la NASA es la ranchera mexicana «El Cascabel», del compositor veracruzano  Lorenzo Barcelata, quien alcanzó gran popularidad incluso en los Estados Unidos.  El tema, el único en lengua española entre los incluidos en el disco de oro, fue grabado por el Mariachi México de Pepe Villa.
Cuentan que cuando se le preguntó a Sagan el porqué de incluir esta pieza en el mensaje cósmico, el astrónomo norteamericano argumentó destacando la infinita expresividad del folclore en la nación de los sombreros gigantes: «escuchar 'El cascabel' es una emoción comparable a la de sumergirse en un mar, entre un banco de peces de colores».
 Así la lengua de Cervantes y las expresiones culturales de los países hispanoamericanos continúa sumergiéndose en el espacio, junto a otras creaciones espirituales de nuestra especie de la talla de la Quinta Sinfonía, de Beethoven, o La consagración de la primavera, de Stravinsky. Puede que el mensaje que transportan las sondas nunca llegue a manos extraterrestres, sin embargo, nos debe consolar suponer que sin dudas los terrícolas del mañana podrán sentirse orgullosos del monumento a la civilización humana posiblemente encontrado por los arqueólogos del mañaba en las autovías siderales del futuro.
Miguel Angel Valdés Lizano

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