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La cruz y las identidades latinoamericanas

La espada y la cruz llegaron como aliadas a las tierras que hoy conocemos como América, pero el pacto entre la Iglesia y los antiguos poderes coloniales no daría, a largo plazo, los mismos frutos a cada parte de esa alianza.
Más allá de la violencia, la persecución y la censura por el establecimiento del Dios europeo, pronto se comprendió el éxito de establecer una solución de continuidad, dirigida a crear nexos sincréticos entre los cultos prehispánicos, o los traídos por los esclavos africanos luego, y la nueva fe que ofrecían los conquistadores europeos como única posibilidad para las inquietudes de la fe. Así surgieron prácticas religiosas, a la carta pudiéramos decir hoy, ajustadas a las cosmovisiones de los dominados y sus entornos, a veces sustentadas en creencias antiguas pero barnizadas por la teología católica.
Además del sincretismo, otra solución consistió en darle cabida en el culto católico a santos criollos y mestizos, así como a advocaciones, milagros, mitos e historias de vidas ejemplares, más cercanos a los habitantes de América, a sus problemas y temores cotidianos. Quedaba desplazada así la pretensión de conquistar y preservar la fe en el catolicismo entre americanos, promoviendo exclusivamente la adoración de mártires e imágenes, distantes en tiempo y espacio en relación con las realidades del hemisferio occidental. De esa forma, el santoral de la Iglesia, aunque ecuménico en torno al Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, daba la oportunidad a las personas de evacuar sus creencias en figuras sagradas más afines.
San Martín de Porres fue el primer santo mulato de América. 
Por lo anterior, en la América hispana y lusitana floreció desde fecha muy temprana la veneración de santos locales y los patronazgos comarcales o gremiales. Caso ilustrativo de lo anterior es el de Santa Rosa, Patrona de Lima y del Nuevo Mundo, figura que, entre los santos nacidos en las entonces Indias Occidentales, se convirtió en la primera en ser canonizada en una fecha como 1671, a menos de dos siglos del inicio de la colonización del Perú. Paulatinamente, los santos, así como las advocaciones que la América ibérica aportó al panteón católico comenzaron a constituir para la gente de aquellos lares fuente de identificación y, por tanto, de distinción, de diferenciación, con respecto a los creyentes de otras regiones.
Ello representó en la época colonial una forma de fortalecer la influencia del catolicismo en Latinoamérica hasta nuestros días, pero al mismo tiempo actuó colateralmente como medio de desacople parcial con respecto a la identidad religiosa de los criollos en relación con las antiguas metrópolis.
Intentemos ponernos en la piel de un devoto criollo hispanoamericano, de un negro o indígena en la época de la cristalización de los sentimientos identitarios que condujeron a romper con el orden colonial. ¿Por qué encomendaría sus plegarias un poblador de la Nueva España, a la lejana Virgen de Covadonga o a la del Pilar, en el otro lado del Atlántico, si tenía la imagen de Guadalupe encima de su cama? ¿Qué distante vínculo podía encontrar una madre del Virreinato de Río La Plata, con la andaluza Virgen del Rocío, si la del Luján, por ser propia de su tierra, debía conocer mejor que nadie sus penas? ¿Quién garantizaba que la intersección de aquellos lejanos santos traídos por los ibéricos resultase en favor de los intereses locales, cuando comenzaban a agudizarse por doquier las contradicciones entre la metrópoli y sus colonias?
Primer Papa latinoamericano colocando una ofrenda a la Virgen de Luján, patrona de los argentinos.
En los albores de las insurrecciones libertarias americanas, además de otros factores de índole económico, político y cultural, hay elementos para sostener que los habitantes de las colonias no estaban tan estrechamente ligados, desde el punto de vista de la fe, a la corona española, como sí debió ocurrir en los primeros tiempos de la evangelización, cuando los nativos y africanos fueron convertidos al catolicismo, depositando su fe en el Dios de los blancos, llegado desde Europa. La religión, la Iglesia y la doctrina obviamente seguían siendo comunes en ambos lados del Atlántico, pero el santoral, las prácticas sincréticas y los patronazgos habían sembrado matices, singularidades, que repercutirían en el distanciamiento entre las identidades del mundo hispano.
Así, si bien el catolicismo llegó a América como un instrumento de la colonización, en ese continente echó raíces hasta convertirse en un incentivo de las nuevas idiosincrasias, formando parte de los discursos independentistas que servirían como base a la construcción de los imaginarios colectivos de los nuevos estados.
No por gusto los movimientos independentistas del continente en no pocos casos surgían asociados a la fe católica, en parte como reacción a las ideas anticlericales promulgadas por la Revolución en Francia, potencia extranjera que bajo la égida de Napoleón Bonaparte ocupó España en 1808, agudizando la desestabilización de su sistema colonial. Comenzó entonces en la América hispana una ruptura político-administrativa con la metrópoli española, pero, que a pesar de las singularidades católicas regionales, sí mantenía el vínculo con la esencia de la fe que habían traído los colonizadores, continuidad que también persistió en otros ámbitos de la vida social de las sociedades virreinales, como en la esfera de la cultura y en la de las costumbres. A pesar de que en América la mayor parte de la gente había hecho suyo el cristianismo venido de Europa, el catolicismo en esas tierras alcanzó rasgos de identidad que distinguieron a los creyentes americanos de los españoles y, al mismo tiempo, acentuaban una cosmovisión distinta, nuevos imaginarios que servirían como parte del sustento espiritual de los países emergidos del viejo Imperio español.
La Virgen de Guadalupe, patrona de México, según la tradición, apareció al indio Juan Diego Cuauhtlatoatzin
Evidencia de lo anterior podemos apreciarlo en el curita Don Miguel Hidalgo y Costilla, quien se levantó con el estandarte de la Virgen de Guadalupe, hoy patrona de México, para dar inicio a la lucha por la liberación en su tierra, epopeya que luego sería continuada por otro sacerdote: José María Morelos, conocido entre sus compatriotas como «Siervo de la Nación». De igual forma, buena parte de los próceres de la actual Argentina durante la época de la emancipación (Manuel Belgrano, José de San Martín, Cornelio Saavedra, Domingo French, Nicolás de la Quintana, José Rondeau, Juan Martín de Pueyrredón, Ramón Balcarce, Martín Rodríguez, Estanislao Soler, Manuel Dorrego) así como otros líderes y caudillos de la independencia,  se encomendaban a la Virgen de Luján, patrona hoy día de esa nación sudamericana.
La Virgen de la Caridad del Cobre, patrona de Cuba, junto a los tres Juanes, a los que salvó, según la tradición, de una tormenta tropical.
De igual forma la Virgen de la Caridad del Cobre, patrona de la mayor de Las Antillas, estuvo vinculada a la formación del sentimiento nacional entre los pobladores de este territorio. De hecho, una leyenda de principios del siglo XVII sobre la aparición de esta imagen mariana reúne simbólicamente los tres componentes esenciales que dieron origen al mestizaje racial y cultural sobre el que se erigiría el discurso identitario de la isla caribeña.
Según la tradición, fueron tres esclavos, dos indios de pura sangre y un negro, conocidos popularmente como los tres Juanes, los que encontraron la imagen  de la Caridad flotando sobre una tablilla, después que rezaran a los cielos para que un milagro salvase su canoa, en medio de una terrible tormenta tropical, mientras se encontraban navegando en busca de sal en la Bahía de Nipe, en el oriente de la isla.
El relato sobre la aparición de esta imagen mariana, testificado bajo juramento eclesiástico por uno de los protagonistas de los acontecimientos, en la actualidad se conserva como uno de los documentos del Archivo de Indias. Tal historia interpretada en clave simbólica puede resumirse en la unidad entre un representante del legado africano y dos indoamericanos, bajo la misma fe importada desde Europa, a través de la herencia española; síntesis en forma de mito de los tres principales ingredientes del proceso de transculturación acaecido en Cuba, según reconocen  estudiosos como el etnógrafo Don Fernando Ortiz, considerado el tercer descubridor de la isla.
La devoción de los criollos cubanos hacia la Virgen de la Caridad, asociada con Oshún en la simbiosis experimentada por las creencias africanas en el Caribe, creció progresivamente a la par del sentimiento nacional durante todo el período colonial. No son pocos los testimonios de mambises, luchadores cubanos por la independencia, que, en los momentos más difíciles, azotados por el hambre y la muerte de la guerra, encomendaron desde la manigua sus destinos a esta advocación mariana.
De hecho, fueron los propios veteranos independentistas quienes, en 1915, en los primeros años del nacimiento de la República de Cuba, pidieron en carta dirigida al Papa Benedicto XV el nombramiento de dicha Virgen como patrona de los cubanos:
«No pudieron ni los azares de la guerra, ni los trabajos para librar nuestra subsistencia, apagar la fe y el amor que nuestro pueblo católico profesa a esa Virgen venerada; y antes, al contrario, en el fragor de los combates y en las mayores vicisitudes de la vida, cuando más cercana estaba la muerte o más próxima la desesperación, surgió siempre como luz disipadora de todo peligro o como rocío consolador para nuestras almas, la visión de esa Virgen cubana por excelencia, cubana por el origen de su secular devoción, y cubana porque así la amaron nuestras madres inolvidables, así la bendicen nuestras amantes esposas y así la han proclamado nuestros soldados».
El significado de la Caridad para la identidad cubana también puede palparse en su santuario, situado sobre una majestuosa colina de la Sierra Maestra en la localidad de El Cobre, a solo unos kilómetros de Santiago. En las inmediaciones del altar principal pueden observarse diferentes ofrendas realizadas por cubanos de las más diversas generaciones a lo largo de la historia, lo mismo de aquellos que rezaban a la también conocida como Virgen Mambisa durante las luchas contra el colonialismo, como de los cubanos que en años más recientes se encomendaron a la patrona de la isla para sobrevivir durante la travesía en balsa por el Estrecho de la Florida, con el fin de escapar hacia Estados Unidos.
Santuario de Nuestra Señora de la Caridad del Cobre en la Sierra Maestra, a solo unos kilómetros de Santiago de Cuba.
Muestras de agradecimiento de campeones olímpicos, de hombres que fueron llevados como soldados a Angola, de personalidades del arte y la cultura... A los pies de la Virgen de la Caridad pueden observarse pertenencias tan curiosas como las zapatillas espaciales usadas por Arnaldo Tamayo, primer latinoamericano en viajar al cosmos o, incluso, la medalla del Premio Nobel concedido a Ernest Hemingway, escritor que afectivamente se autodenominara «cubano sato» y quien depositó en el santuario su condecoración, como muestra de agradecimiento hacia el pueblo cubano, inspirador de su reconocida novela «El viejo y el mar».   
Cubanos agradecidos de dentro y fuera de la isla frecuentemente visitan El Cobre para pagar promesas o simplemente como forma de, más allá de cualquier sentimiento religioso, reafirmar su cubanía, en especial si se ha tenido que vivir en el extranjero durante mucho tiempo. Y es que el apego de muchos latinoamericanos a la tradición católica y, en especial, hacia sus iconos locales, muchas veces está por encima de creencias y misticismos, convirtiéndose en fenómeno sociológico digno de estudio, en tanto constituye una forma de reafirmación cultural e identitaria.
Tropezamos constantemente a lo largo de la historia de la humanidad con ejemplos de la conexión entre las formas de la fe y las identidades de los distintos pueblos, lo que resulta lógico porque las religiones, como el arte y la literatura, representan manifestaciones de la espiritualidad humana. Tal vez baste mencionar la Roma de Júpiter y Juno, deidades importadas mediante el contacto intercultural en el inicio de la civilización occidental, que los antiguos romanos ajustaron a su cosmovisión hasta convertirlas en componentes de su idiosincrasia.
Sin embargo, lo singular de Latinoamérica, repetido muy raras veces en otros contextos, radica en la transformación a nivel simbólico de una religión aliada del poder y la dominación colonial, que termina convirtiéndose en uno de los factores cristalizadores de identidades y sentimientos nacionales. Por lo que hoy, más allá del credo que se profese, y sin dejar de reconocer las atrocidades cometidas en nombre de la cruz, no podríamos hablar de un ser latinoamericano sin tener presente el papel que, en la mayoría de los casos de manera no intencional, jugó el catolicismo como coadyuvante de nuevas patrias en esa región del mundo.

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