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Zapateando la tierra de Neruda, Violeta y la Mistral

En el Día Patrio de Chile, apuntes de mi paso por esa gran nación austral.
Si tuviera que elegir algún país latinoamericano para vivir, conjugaría el encanto que podemos encontrar en cualquiera de ellos, con el nivel de vida y la seguridad ciudadana que lamentablemente hoy día es patrimonio exclusivo de tan solo algunos, a pesar de que todo el subcontinente cuenta con los recursos naturales necesarios para permitir a sus gentes vidas más dignas.
Encabezando la lista de los mejores países para residir en Latinoamérica estarían, en mi modesta opinión, Uruguay y Chile. Lo de esta última tierra pude constatarlo con mis propios ojos en 2016, mediante el que podría considerar como uno de los recorridos más fascinantes de mi bitácora de viajes.
La nación chilena tiene una de las economías más pujantes de América Latina y su nivel de violencia se encuentra entre los más bajos de una región donde lamentablemente que te amenacen con un cuchillo para robarte un móvil representa cosa habitual, como me pasó a mí, por ejemplo, en la Argentina, nación que por su «autobombo» con frecuencia nos creemos muy sueca o danesa, pero donde lamentablemente la realidad es muy distinta a como la pintan.  Chile, en cambio, ha sabido moldear una vida que realmente tiene aires como los que respiramos en Europa en cuanto a tranquilidad, pero con la cordialidad de la gente, el exotismo y la variedad de climas que podemos hallar en tantos sitios guapos de América.
Aquí pueden apreciarse fotos del inicio de mi viaje atravesando los hermosos Andes en autobús, una experiencia privilegiada. El enorme trayecto, con alrededor de 615 kilómetros, comenzó en la ciudad argentina de San Luis y concluyó en Santiago de Chile, con dos breves escalas, la primera en la ciudad de Mendoza, engalanada con las cortinas nevadas de las montañas y luego paramos en el Paso de los Libertadores, puesto fronterizo entre el país de los gauchos y la tierra de Pablo Neruda.
Hay varias compañías de autobuses de las que operan en Argentina con cobertura para esta clase de viajes. Yo me desplacé con Andesmar, corporación que ofrece líneas regulares, usadas tanto por turistas, como por locales, quienes se dedican a pasar mercancías con el fin de revenderlas luego en sus propias naciones.
El pasaje resulta relativamente barato, mucho más económico que el de los aviones que cubren el mismo itinerario, el cual puede hacerse en bus también desde Buenos Aires. Los vehículos de la mencionada empresa son bastante modernos y cómodos. Cuentan con dos plantas, baño y servicio de catering. No hay bandas de asaltantes como en otros lugares de Hispanoamérica y la carretera se encuentra en buenas condiciones, aunque ningún recorrido por aquí permanece exento de dificultades, debido a  los accidentes geográficos de la zona, con frecuencia solo sorteables desde la pericia de experimentados conductores.
Reservar en la segunda planta de este tipo de autobuses puede ser una pasada si se viaja de día. A mí me sorprendió el amanecer cruzando la cordillera andina y aquel constituyó uno de los espectáculos que recordaré por siempre. Nadie nunca me podrá quitar tal regalo. La América profunda, con sus tierras áridas, sus bosques y aguas salvajes, se confabula con cambios de luces y sombras, cual cuadro de Marc Chagall, donde las caprichosas formas se retuercen mediante reflejos en la ventanilla del bus, cobrando vida, deformando a la vista del espectador todo elemento reconocible, como gritando al viajero, más allá de teóricos viejos: ¡el realismo-mágico americano sí existe!
En la lontananza, en determinado momento del recorrido, asoma su corona de nieves el Aconcagua, olimpo de los dioses en el hemisferio occidental, monarca de todo monte americano. Su presencia irrumpe sin anuncio e hipnotiza a cuanto apasionado de las ciencias geográficas ha convertido desde la infancia al plano cartográfico y a la crónica de exploradores, en banderas racionalistas para autorreafirmar la pertenencia a un terruño. Desde su dignidad la montaña-rey contempla todo y a todos, escoltado por nubes cortesanas. Nos sobrecoge con su realeza en un continente que desconoce la autoridad de cualquier monarquía, salvo aquella de lo natural-sublime. Para todo hombre de América visitar, aunque sea de lejos, el techo de su patria grande debiera significar la realización plena que en otros lares alcanza el peregrino después de visitar La Meca.
Mas los embrujos de mi viaje apenas acababan de comenzar. Próximo al puesto fronterizo se encuentra un tramo de carretera zigzagueante que se me antojó bautizar como la hidra andina, una cuesta por la que debe descender el autobús, la cual no resulta apta para quienes se marean ni para chóferes irritables. Una ruta que eleva el nivel de adrenalina del más estoico visitante. En esta parte del recorrido el pasajero puede encontrar similitudes entre dicha autovía y un tapiz gigante con dobleces que se pierden en el horizonte, como si quisieran recordarnos las míticas líneas de Nazca, contorneando una figura que recuerda la de una serpiente en movimiento, cuando se observa desde lo alto.  
Una víbora de asfalto que desciende desde casi 3000 metros de altura, por encima del nivel del mar, entre las laderas de las montañas y exhibe un total de 29 curvas pronunciadas, bastante complicadas para los vehículos, de las cuales las 20 primeras se concentran en tan solo cuatro kilómetros, lo que demanda una pericia infinita para el más experimentado de los conductores.
El abismo al acecho. Dicha autovía se encuentra considerada una de las más complejas del planeta. Los ciclistas profesionales de muchos sitios del mundo acuden allí para poner a prueba su forma física. No por gusto este trayecto de la Ruta de los Libertadores, parte del corredor bioceánico Atlántico-Pacífico, se encuentra bautizado popularmente como la Cuesta de los Caracoles, la cual permanece intransitable bajo los designios del invierno austral y su manto de nieve. Durante el resto del año, a todo pasajero no advertido de los caprichos del recorrido al llegar a este punto no le queda otra que contener la respiración, cruzar los dedos y encomendarse a todo lo mortal y lo divino.
Luego llegamos al puesto fronterizo. El túnel construido en 1980 a través de una montaña, justo en la base del cerro de los Caracoles, marca el límite entre Argentina y Chile. El nombre del lugar, Paso Internacional de los Libertadores, rinde tributo a la proeza encabezada por los próceres independentistas José de San Martín y Bernardo O'Higgs, quienes en el siglo XIX, desafiando duras condiciones climáticas, cruzaron con 5000 soldados argentinos y chilenos, a pie o a caballo, aquellas montañas. La expedición visibilizaría la batalla de Chacabuco, clave para la liberación de Chile. ¡Abrazado por gigantes se siente uno cuando pisa en el mismo suelo que hombres forjadores de naciones!
Aquel lugar también es conocido como Paso Fronterizo del Cristo Redentor, por una estatua de Jesús, situada a 4000 metros de altura por encima del nivel del mar, justo en la frontera imaginaria entre las dos naciones hermanas de tradición católica y origen hispano. A la sombra del Salvador una enorme bandera chilena nos da la bienvenida.
Durante casi todo aquel periplo estuvimos custodiados por una línea férrea abandonada, la ruta trasandina Mendoza-Valparaíso inaugurada en 1910. Aquel camino de hierro, casi en paralelo con la actual carretera, nos recuerda, con apariencia fantasmagórica, como cosa de otro siglo, los sueños deshechos de la Revolución Industrial en Latinoamérica y las esperanzas por juntar dos tierras que, unidas en la geografía, han estado distanciadas muchas veces en la historia, desde la actitud cainita que nos asiste con frecuencia a los pueblos latinoamericanos.
Confieso que el control fronterizo al llegar a Chile puede resultar bastante incómodo e indeseable. Te sacude y te despierta después de haber estado relajadamente alternando el paisaje con el sueño, en la comodidad del autobús. Lo peor es que las autoridades realizan una inspección detallada, tanto de los pasajeros, como de sus pertenencias, así como también del vehículo que los ha llevado hasta allí. Ya sé que quien no la debe, no la teme, pero el proceso puede resultar desagradable debido al tiempo que toma revisar la enorme masa de personas que se aglomera en tal lugar.
De hecho, cada cual tiene que cargar su equipaje fuera del bus y ponerse en una fila insoportable para esperar que te llegue el turno para la inspección del pasaporte y las maletas, mediante rayos X o con perros. Parte de la espera trascurre a la intemperie, por lo que la mayor parte del año más vale ir con abrigo, preparado para las inclemencias de tales altitudes.
Los viajeros con equipajes sospechosos, según la gravedad del asunto, resultan separados de los demás o reunidos en otra habitación, donde unos frente a otros deben abrir las maletas para que sean revisadas por los policías. A mí me pasaron por esta fase no sé por qué, pero como no tenía ningún problema, pasé ileso. Me llamó la atención que las autoridades parecen muy estrictas con cantidades sospechosas de medicamentos y también con productos de procedencia natural como las mieles o cosas por el estilo.
Demás está advertir al viajero entretenido que debe permanecer atento a sus pertenencias porque, ante el mínimo descuido, cualquier pícaro acosado, para escapar del peso de la ley, puede verse tentado a esconder dentro de nuestras maletas cierto regalito indeseado, con el fin de inculparnos. No olvidemos que por aquí pasa lo bueno y lo malo de dos grandes naciones como Argentina y Chile, además de gente de otros lares.
No resulta casual que National Geographic haya incluido este punto de control en alguno de los episodios de la serie Latin American Hot Borders y, a juzgar por lo mostrado, si bien no hace falta alarmarse, no está demás permanecer bien despierto. En contraste con los documentales espectaculares de las televisiones internacionales, yo desde mi experiencia personal no vi nada fuera de lo normal y una vez que terminaron de examinar a cada uno de los tripulantes de mi bus, continuamos el viaje.
Ya casi estábamos en la capital chilena. El paisaje en aquel lado de la frontera contrasta con el apreciado en la región mendocina, buen pretexto para sacar a pasear desde nuestros polvorientos cerebros a aquellos dos hermanos con nombres un poco enredados en las clases de Geografía de la escuela primaria. Seguramente todos alguna vez estudiamos sobre los señores barlovento y sotavento. Tal vez en pocos lugares, como en la cordillera andina sean tan fácilmente distinguibles. Pensar que por serranías como aquellas peregrinó Violeta Parra, adoptando como hijos propios canciones y relatos huérfanos para que el folclore de su pueblo no se disipara en la desmemoria.
Mientras más uno se acerca a Santiago de Chile, se aprecia con mayor claridad un cambio tímido en la flora. Estas montañas componen el barlovento o lado en el que los vientos provenientes del mar descargan su humedad en beneficio de la vegetación, tal y como lo describen los manuales escolares. El verde vuelve progresivamente a empoderarse para alegrarnos la vista y recordarnos que estamos dejando atrás la zona del sotavento, con su apariencia semidesértica y la escasez de vegetación, propia del territorio fronterizo argentino. A nuestro paso, viñedos y otras áreas de cultivo aparecían peinando los cerros, los cuales pregonaban a forasteros sobre el emprendimiento de los chilenos, convertidos desde hace varios años en exportadores mundiales de frutas, vegetales y vinos en los mercados europeos y asiáticos.
Pero nada de lo anterior comparado con un paseo por Santiago de Chile, sin dudas, una de las más fascinantes urbes latinoamericanas. En esta ciudad rodeada de cerros, los rascacielos, dignos de cualquier gran metrópoli de otros lares, parecen competir con la creatividad divina depositada en cada una de las sierras que sirven de telón a esta enorme área urbana, cortina natural que durante algunos meses del año se muestra completamente blanca por las nieves de las cimas.
Con tan irregular relieve no resulta casual tal vez que los santiaguinos tengan como sitio de veneración de su legado hispano, motivo de orgullo para muchos en el país austral, al Cerro de Santa Lucía, en el corazón de esta capital. Según la versión más extendida desde allí el extremeño Pedro de Valdivia fundó la ciudad en 1541. Sin embargo, estudios más recientes desmienten que el mencionado conquistador haya fundado tal enclave, cuando en realidad este ya existía con otro nombre como el asentamiento más relevante, desde el punto de vista ceremonial y administrativo en la zona más austral del imperio incaico de Tawantinsuyu. De acuerdo con tal teoría, Valdivia se limitó a ocupar el territorio y a conquistar a su población indígena.
Sea como fuere, hoy el Cerro de Santa Lucía representa uno de los lugares más hermosos de la capital chilena, sitio de obligado peregrinar para los turistas, quienes pueden encontrar aquí un parque urbano con jardines muy bien atendidos, esculturas, fuentes, monumentos y el Castillo Hidalgo, pequeña fortaleza de principios del siglo XIX, construida para la defensa de la ciudad durante el breve período en que las fuerzas proespañolas recuperaron el control frente a los independentistas, entre 1814 y 1817. Se puede subir hasta la cima de la colina donde las vistas revelan singularidades de la urbe, difíciles de descubrir si no es a vista de pájaro.
La Alameda o Avenida Libertador General Bernardo O'Higgins constituye otro sitio que amerita recorrerse en Santiago. Como principal arteria de la ciudad, comparable con el madrileño Paseo de la Castellana, bien vale andarla tanto como se pueda para descubrir sin necesidad de un guía los edificios e instituciones más pintorescas de la metrópoli. A mí me encantó encontrar a mi paso la foto gigante de esa gran americana que fue Gabriela Mistral, imagen que engalana el inmenso Centro Cultural que lleva su nombre, un lugar con el que no dudo que los chilenos quieran exorcizar sus incomprensiones hacia la primera persona latinoamericana en ganar el Nobel de Literatura, quien además dejó una obra pedagógica y diplomática de gran influencia para casi todas las naciones hispanas.
Por supuesto, que tampoco se puede dejar de visitar el Palacio de la Moneda y sus alrededores, en el centro de la ciudad. Todavía huele a proyectil de metralla cuando uno se pone a rememorar desde tal sitio los acontecimientos del 11 de septiembre de 1973 y la muerte del presidente democráticamente electo Salvador Allende. Este pedazo de Santiago repleto de turistas de ocasión, transeúntes anónimos y artistas callejeros obliga al visitante sensible a abstenerse por unos minutos del selfie y el share, para asumir en plenitud el significado de uno de los lugares desde donde se esbozó la historia reciente de América Latina, con su penosa e inmerecida estela de dolor y muerte.
No dejes de visitar un restaurante peruano, aunque algún amigo chileno se enfade mucho contigo por tu infidelidad culinaria. La comida del Perú en Santiago puede competir con la de Lima, gracias a la gran colonia de inmigrantes del país vecino asentados en la urbe.
También vi a muchos migrantes originales de Haití en Santiago y ello fue algo que me llamó la atención. Aunque en su tierra hablan francés o creole, al aprender castellano la gente de ese pequeño país asume un acento parecido al dominicano, posiblemente por la influencia de sus vecinos isleños. Me pareció divertido tropezarme con aquella entonación mezclada en las arterias citadinas con la tonadilla característica del hablar chileno. Lo más importante: resultó un verdadero regalo encontrar las sonrisas morenas de los haitianos por las avenidas santiaguinas, hombres y mujeres de entusiasmo caribeño que la necesidad ha arrastrado bien lejos, hasta aquellos horizontes australes. Así ha sido el destino de los peregrinos del primer pueblo que conquistó su libertad en América Latina.
Antes del comunismo los haitianos emigraban a Cuba, siempre para emplearse en lo más duro. Hasta el padre de los Castro contaba en su finca con chozas donde vivían esta clase de empleados extranjeros.   La dificultad en tierra propia y la explotación en suelos ajenos; el precio que eternamente han tenido que pagar los nietos de los pioneros en rebelarse contra el colonialismo y la esclavitud en La Española.
La gente de Haití en la capital chilena tampoco tiene una vida fácil y con frecuencia resultan incomprendidos por los locales, a pesar de que paradójicamente Chile constituye un país de inmigrantes y que en diferentes momentos de su historia tuvo también que enviar a sus hijos a buscarse la vida en las más disímiles coordenadas, desde Oslo a París, desde Moscú a Los Ángeles, desde Ottawa a La Habana … A pesar de la discriminación, los expatriados aportan el cosmopolitismo como otro rasgo de una ciudad cercana al primermundismo. Ojalá, Chile, como las sociedades más avanzadas, logre alcanzar un balance entre la comodidad de los nacidos en su seno y el cobijo para los recién llegados que contribuyen a convertirla en una tierra próspera. Eso también dice mucho sobre la civilidad de un pueblo.
El Mercado Central, la Universidad Católica, la colonial Plaza de Armas con su Catedral, el Paseo de San Agustín… Numerosas son las sugerencias para ver en una ciudad de la que mucho se puede encontrar en cualquier blog turístico. Además, desde allí se puede ir muy fácilmente a Valparaíso y a Viña del Mar, en un recorrido relativamente barato que si se quiere puede tomar solo una jornada de nuestras vacaciones.
Sin embargo, como el perfil de mis escritos no responde a la mera necesidad de contar sobre viajes, prefiero reservarme muchos otros momentos que formarán parte del patrimonio exclusivo de mis recuerdos. Solo me resta decir que Chile, con el dulce acento de su gente, emerge como una nación que, para ser grande, a diferencia de lo que hacen muchos latinoamericanos, no necesita imitar a las sociedades desarrolladas de otras latitudes. Más bien, el secreto radica en seguir labrando su propio camino hacia el progreso, de la misma manera en que nadie vino de fuera para enseñarle a domar los Andes, esos que se alzan desde sus entrañas y que, por tanto, los chilenos conocen muy bien, como si fueran parte de su propio cuerpo.
  

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