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«Francisca y la muerte», cuento de Onelio Jorge Cardoso


Aquí os presento un cuento de Onelio Jorge Cardoso que recrea el mundo rural latinoamericano, lleno de personas laboriosas y serviciales. 

Este relato resulta muy rentable para su tratamiento en el aula de ELE, centrado en temas como los tiempos verbales, los usos de ser/estar, así como para ilustrar los diferentes tipos de diálogos. Además del texto y las viñetas, os dejo un vídeo para familiarizar a los alumnos con el acento mexicano.
Desde una perspectiva intercultural el cuento que se presenta a continuación puede dar pie para trabajar el significado del acto de morir en la idiosincrasia de cada uno de los pueblos hispanos. Sería oportuno trabajar esta narración en fecha cercana a la cada vez más popular celebración del Día de Muertos en México, al tiempo que podría abordarse en el aula los diferentes nombres que coloquialmente se usan en cada país para hacer referencia a la muerte: Parca, calaca, catrina, la dama de la guadaña, la pelona...
Francisca y la muerte
–Santos y buenos días– dijo la Muerte y ninguno de los presentes la pudo reconocer. ¡Claro!, venía con su trenza retorcida bajo el sombrero y su mano amarilla en el bolsillo.
–Si no molesto –dijo– quisiera saber dónde vive la señora Francisca.
–Pues mire– le respondieron, y asomándose a la puerta, un hombre señaló con su dedo rudo de labrador:
–Allá por las cañas bravas que bate el viento, ¿ve? Hay un camino que sube la colina. Arriba hallará la casa.
«Cumplida está» –pensó la Muerte y dando las gracias echó a andar por el camino aquella mañana que, precisamente, había pocas nubes en el cielo y todo su azul resplandecía de luz. Andando pues, miró la Muerte su reloj y vio que eran las siete de la mañana, y pensó: «para la una y cuarto, pasado el mediodía, ya estará cumplida mi lista de este día pues sólo tengo que llevarme a la señora Francisca. Menos mal, poco trabajo; un solo caso». Y satisfecha de no fatigarse siguió su paso, metiéndose ahora por el camino apretado de romero y rocío.
Efectivamente, era el mes de mayo y con los aguaceros caídos no hubo semilla silvestre ni brote que se quedara bajo tierra sin salir al sol. Los retoños de las ceibas estaban por todas partes. El tronco del guayabo soltaba su corteza dejando ver la carne limpia de la madera. Los cañaverales no tenían una sola hoja amarilla. Verde era todo, desde el suelo al aire y un olor a vida subiendo de las flores.
Natural que la Muerte se tapara la nariz. Lógico también que ni siquiera mirara tanta rama llena de nidos, ni tanta abeja con su flor. Pero, ¿qué hacer?, estaba la Muerte de paso por aquí, sin ser su reino.
Así pues echó a andar la Muerte por los caminos hasta llegar a casa de Francisca.
–Por favor, con Panchita –dijo la Muerte.
–Abuela salió temprano, contestó la nieta de doña Francisca, un poco temerosa aunque la Muerte seguía con su trenza bajo el sombrero y la mano en el bolsillo.
–¿Y a qué hora regresa? –preguntó.
–¡Quién lo sabe! –dijo la madre de la niña–. Depende de los quehaceres. Por el campo anda, trabajando.
Y la Muerte se mordió el labio. No era para menos seguir dando vueltas por tanto mundo bonito y ajeno. Como hacía mucho sol, preguntó si podía esperarla allí. A lo que la madre de la niña le respondió que los que allí llegaban tenían su casa, pero que podía ser que Panchita no regresara hasta el anochecer.
«¡Caramba! –pensó la Muerte– se me irá el tren de las cinco. No, mejor voy a buscarla». Y levantando su voz, dijo:
–¿Dónde me dijo que podía encontrarla ahora?
–De madrugada salió a ordeñar. Seguramente estará en el maizal sembrando.
–¿Y dónde está el maizal? –preguntó la Muerte.
–Siga la cerca y luego verá el campo arado detrás.
–Gracias –dijo secamente la Muerte y echó a andar de nuevo.
Pero miró todo el extenso campo arado y no había un alma en él. Se soltó la trenza y rabió: «Vieja andariega, ¿dónde te habrás metido?». Escupió y continuó su camino.
Una hora después de tener la trenza ardida bajo el sombrero y la nariz repugnada de tanto olor a hierba nueva, la Muerte se topó con un caminante:
–Señor, ¿pudiera usted decirme dónde está Francisca por estos campos?
–Tiene suerte –dijo el caminante–, media hora lleva en casa de los Noriega.
Está el niño enfermo y ella fue a sobarle el vientre.
–Gracias –dijo la Muerte y como un disparo, apretó el paso.
Duro y fatigoso era el camino. Además, ahora tenía que hacerlo sobre un nuevo terreno arado, sin trillo, y ya se sabe cómo es de incómodo poner el pie sobre el suelo irregular y tan esponjoso de frescura, que se pierde la mitad del esfuerzo. Así, por tanto, llegó la Muerte hecha una lástima a casa de los Noriega.
–Con Francisca, a ver si me hace el favor.
–Ya se marchó.
–¡Pero, cómo! ¿Así, tan de pronto?
–¿Por qué tan de pronto? –le respondieron–. Sólo vino a ayudarnos con el niño y ya lo hizo. ¿De qué extrañarse?
–Bueno… verá –dijo la Muerte turbada–, es que siempre una hace la sobremesa en todo, digo yo.
–Entonces usted no conoce a Francisca.
–Tengo sus señas –dijo burocrática la impía.
 –A ver; dígalas –esperó la madre. 
Y la Muerte dijo:
–Pues... con arrugas, desde luego ya son sesenta años.
–¿Y qué más?
 –Verá... el pelo blanco... Casi ningún diente propio... La nariz, digamos...
–¿Digamos qué?
–Filosa.
–¿Eso es todo?
–Bueno... además de nombre y dos apellidos.
–Pero usted no ha hablado de sus ojos.
 –Bien; nublados... sí, nublados han de ser... ahumados por los años.
–No, no la conoce –dijo la mujer–. Todo lo dicho está bien, pero no los ojos. Sus ojos y su mirada no se pueden olvidar. Esa, a quien usted busca, no es Francisca.
Y salió la Muerte otra vez al camino. Iba ahora indignada sin preocuparse mucho por la mano y la trenza, que medio se le asomaba bajo el ala del sombrero. Anduvo y anduvo. En casa de los González le dijeron que Francisca estaba a un tiro de ojo de allí, cortando pasto para la vaca de los nietos. Mas sólo vio la Muerte el pasto recién cortado y nada de Francisca, ni siquiera la huella menuda de su paso.
Entonces la Muerte, quien ya tenía los pies hinchados dentro de los botines enlodados, y la camisa negra más que sudada, sacó su reloj y consultó la hora:
–¡Dios! ¡Las cuatro y media! ¡Imposible! ¡Se me va el tren! Y echó la Muerte de regreso, maldiciendo.
Mientras, a dos kilómetros de allí, Francisca quitaba las malas hierbas del jardincito de la escuela. Un viejo conocido pasó a caballo y, sonriéndole le tiró a su manera el saludo cariñoso:
Francisca, ¿cuándo te vas a morir?
Ella se incorporó asomando medio cuerpo sobre las rosas y le devolvió el saludo alegre:
–Nunca –dijo– siempre hay algo que hacer.

 

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