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Habana, si bastara una canción

Este 16 de noviembre de 2019 la capital de todos los cubanos celebra medio milenio de existencia. Durante todo ese tiempo La Habana ha sido fuente de inspiración para diferentes expresiones artísticas, pero muy en especial para trovadores tanto de la isla, como también de las más disímiles latitudes.
La primera de las tantas veces que he visitado La Habana llegué en el tren del retraso. Lo digo con doble sentido porque había conseguido pasaje en El Espirituano, una mole de hierro que todavía llega fuera de hora un día sí y el otro también. Pero, además, porque aquel era un viaje postergado durante mucho tiempo por un niño deslumbrado desde muy pequeño por el cine y la televisión, un chico con hambre de asfalto y cosmopolitismo que encontraba en la capital cubana la meca más accesible. No obstante, la visita nunca se materializaba. Entre las mentiras piadosas de mi padre para que no lo acompañara y la situación económica en que vivía la isla caribeña, no me quedó otra que esperar largos años hasta poder realizar tal escapada por mi cuenta y riesgo.
La espera estuvo recompensada. La Habana puede ser la mejor anfitriona, incluso para huéspedes impuntuales o no anunciados. A todos les ofrece sus placeres de vieja meretriz, aunque, como todas las de su oficio, no exista luego la promesa de una continuidad, de una relación permanente y muchos terminemos con las maletas por donde mismo desembarcamos.
Sin embargo, en ese equipaje uno casi siempre se lleva memorias muy fértiles  para aquellos cómplices de la inspiración. No ha de extrañar, por tanto, que el contacto con el ambiente habanero haya servido como fuente creativa a compositores y cantantes de diferentes épocas quienes en los últimos 500 años han convertido a la capital cubana en musa inspiradora. 
Villa consentida del mar Caribe
Tal vez haya sido por la belleza única de su posición geográfica. Conquistadores e inmigrantes durante siglos guardaban por siempre aquella primera imagen de Cuba al contemplar desde la proa el azul del mar Caribe, justo en la entrada de la bahía habanera.
Su ubicación estratégica, como llave del Golfo de México, resultó crucial para el auge de la villa de San Cristóbal de La Habana que, aunque tuvo una refundación relativamente tardía en comparación con otros de los primeros asentamientos españoles en suelo cubano, en pocas décadas le arrebataría la condición de capital a Santiago de Cuba, erigiéndose en siglos posteriores como puerto de gran relevancia para el sistema colonial, punto de reunión de las flotas que transportaban las riquezas de América hacia España.
Por semejante función, no debe extrañar que la incipiente urbe habanera sedujera por entonces las ambiciones, no solo de corsarios y piratas, sino también de otras potencias coloniales. Evidencia de lo anterior radica en cómo los ingleses ocuparon La Habana en agosto de 1762. La bandera de Inglaterra ondeó once meses en la capital cubana, la que fue recuperada por la metrópoli española nada menos que a cambio del territorio de Florida, en el actual Estados Unidos.
Pero la seducción de La Habana trasciende lo meramente político, estratégico y militar. Como una de las principales ciudades del Nuevo Mundo progresivamente fue adquiriendo alma propia, en este caso como centro cultural y social de la isla de Cuba. La arquitectura de la época colonial, la pintura de maestros como Víctor P. de Landaluce y el florecimiento de espacios públicos para disfrute de los criollos hablan de la emergencia de una identidad para la villa entre los siglos XVI y XIX.
Testigo de todo lo anterior ha sido el castillo de la Real Fuerza y su Giraldilla, escultura en bronce más antigua de Cuba y símbolo de su capital, situada como veleta en el torreón de la fortaleza. La obra reproducida en las etiquetas del popular ron Havana Club, representa a Dña. Isabel de Bobadilla quien, según la leyenda, contemplaba desde aquella altura la entrada de la bahía, aguardando por el regreso de su esposo Hernando de Soto, después que este marchara a Florida, en busca de la fuente de la eterna juventud. La estatuilla jamás vio regresar al conquistador, por lo que tuvo que resignarse a observar el progresivo crecimiento de La Habana colonial, con el nacimiento de otras construcciones militares, la Catedral, la Alameda de Paula, nuevas plazas y palacetes señoriales.
Aquella población costera de caleseros, señoritas abanicadas, columnatas y arcadas inspiraría novelas como Cecilia Valdés, de Cirilo Villaverde, así como también varias de las grandes obras que Alejo Carpentier escribiría mucho tiempo después, tales como Concierto Barroco y El Siglo de las luces. En la centuria siguiente otra pieza clave de la literatura cubana y latinoamericana trascendería por cazar sobre el papel lo enrevesado de la psicología de las almas que nacen arrulladas por el choque de olas, el capricho de las calles huérfanas de planos y las piedras susurrantes de La Habana colonial: Paradiso, de José Lezama Lima.
Habaneras, canciones de ida y vuelta
Las pretensiones de esa Habana española, no resignada a ser provinciana, depositó su influjo en la vida social de la aristocracia decimonónica. Precisamente en sus bailes de salón se encuentra la cuna de un tipo de música que constituiría síntoma de determinado quehacer espiritual autóctono y de una idiosincrasia que comenzaba a distanciarse en términos de originalidad de sus fuentes nutricias: lo africano y lo ibérico. Dicho género es la habanera, nada menos que un ritmo que desde su propio nombre constituye un tributo a esta ciudad que hoy cumple 500 años.
La cadencia de las olas del Caribe cuando no hay tempestad. Otra cosa no me viene a la cabeza cuando mis oídos profanos en teoría musical disfrutan de cualquiera de las piezas representativas de la habanera, ritmo que además de popularizarse por América, también alcanzaría cultivadores en la propia España, como canciones de ida y vuelta. Los indianos marchaban desde Cuba tarareando tales melodías en las popas mientras el castillo de El Morro se les disolvía en el horizonte. Cuando la nostalgia les asaltaba, ya de regreso en la Madre Patria, estos viajeros realizaban sus propias aportaciones a este tipo de música, con frecuencia inspirados en los recuerdos de La Habana que un día los acogiera.
Dentro del género habanera destaca La Paloma, pieza que más allá de su temática amorosa, constituye también un tributo a la capital cubana, en tanto se ha convertido en uno de sus himnos alrededor del mundo. Esta obra trasciende hoy como una de las canciones populares más traducidas, interpretadas, grabadas y presentadas en disímiles escenarios y contextos culturales durante los últimos 156 años. Celebridades de nuestro tiempo han hecho alusión a la más querida de las ciudades de Cuba, acompañando con sus voces la referida melodía: Julio Iglesias, Elvis Presley, Nana Mouskouri, Plácido Domínguez, Paloma San Basilio, Mireille Mathieu, Celia Cruz
Este tema ha incluso servido como banda sonora a momentos de la historia en muy distantes latitudes. La directora alemana Sigrid Faltin refleja en su filme La Paloma cómo el músico judío Coco Schumann estuvo forzado en Auschwitz a interpretar la pieza como marcha trágica para los prisioneros que se abrían paso entre la niebla hacia el destino insospechado de las cámaras de gas, en el tristemente célebre campo de concentración nazi.
Lo más interesante es que La Paloma al parecer no fue compuesta por un cubano. Su autoría todavía genera controversias. En México, donde las habaneras consiguieron también gran popularidad, muchos defienden la mexicanidad del mencionado tema, asociado incluso con acontecimientos históricos de la vida política del país azteca en el siglo XIX.
En contraste, en España dan por sentado que la obra pertenece al vasco Sebastián de Iradier, quien supuestamente la compuso estando en Cuba. Lo cierto es que el primer registro de la obra aparece en Madrid en 1859 como una canción americana, con acompañamiento para piano. Más allá de las disputas de autoría, lo que nadie duda es que La Habana, novia del mar Caribe para extranjeros y nacionales, constituyó la fuente de motivación de uno de los temas musicales que más ha pasado de boca en boca entre la gente de este planeta.
Capital republicana
Terminaba el siglo. Comenzaba una nueva etapa para Cuba, alfa y omega del colonialismo en América y, por tanto, una de las capitales americanas más españolas. En enero de 1899 nacionales y forasteros contemplaban con expectación el cambio de bandera en el castillo de El Morro, fortaleza en la entrada de la bahía habanera, símbolo de más de cuatro siglos de poder colonial. La insignia española era arriada para ceder su lugar a la estadounidense. Quedaban frustrados los planes de soberanía absoluta de los patriotas cubanos, tras tres períodos de lucha armada (1868-1878, 1879-1880, 1895-1898) contra el régimen colonial.
El descenso de la bandera ibérica convertía además a la capital cubana en epicentro de dos sucesos interrelacionados que marcaron la época y en buena medida todo el siglo XX: el desmoronamiento definitivo del Imperio Español y el ascenso de Estados Unidos como nueva potencia mundial. Una pequeña ciudad periférica como La Habana se convertía así en escenario simbólico para transacciones imperiales y su destino, junto con el resto de la isla de Cuba, emergería como anuncio de sucesos en otras latitudes, en la centuria que comenzaba a asomar la cabeza.
Si la etapa de dominio español resultó crucial en la formación de la identidad habanera, la época republicana, iniciada en 1902 bajo tutelaje yanqui, constituyó la de mayor expansión para la capital cubana. A la ciudad hacía tiempo que le había quedado estrecho el traje de vieja villa colonial hispana y el nacimiento de nuevas áreas metropolitanas evidenciaba las potencialidades que seguía conservando la estratégica urbe cubana. Su capacidad para seguir atrayendo gente de disímiles lares resulta obvia si recordamos que en la primera mitad del siglo XX La Habana llegó a contar con el mayor barrio chino de América Latina, así como con importantes colonias de árabes, franceses, norteamericanos, gallegos, vascos, asturianos y catalanes.
La prosperidad experimentada por la ciudad durante los siguientes sesenta años permaneció vinculada en buena medida con la cercanía geográfica, económica y política de Cuba con Estados Unidos, cuyas empresas en no pocas ocasiones tomaron a la población de la isla como mercado piloto para muchos de los proyectos comerciales que marcarían luego el ritmo de la modernidad. Así La Habana se convierte en 1922 en la primera ciudad de Iberoamérica en contar con emisiones radiales regulares. De igual forma, en 1950 se inician las transmisiones televisivas en dicha capital, también erigiéndose en pionera iberoamericana en disponer de esta clase de avance técnico y cultural.
En materia urbanística el siglo comenzó en La Habana con el inicio de una de las obras insignes de la ciudad: el malecón, gran avenida-paseo que delimita el litoral. El primer tramo quedó inaugurado el 6 de mayo de 1901, todavía bajo la primera intervención del Ejército de Estados Unidos. Progresivamente aparecerían otras edificaciones en una capital republicana sedienta por despojarse de sus ariques de pueblo grande, suplir las exigencias cívico-administrativas de la nueva nación y ofrecer a la burguesía criolla espacios para regodearse como lo hacían sus vecinas de Madrid, México, Bogotá, Lima o Buenos Aires.
La Estación Central de Ferrocarriles, la nueva sede de la Universidad en la antiguamente llamada colina de Aróstegui, el Gran Teatro, el Palacio Presidencial y la Lonja del Comercio constituyen algunas de las edificaciones de las primeras dos décadas del siglo que testimonian las pretensiones de eclecticismo y modernidad en una ciudad que hasta entonces había principalmente vestido trajes de teja, ladrillos y guijarros.
La transformación no se detendría en los años 20 con la inauguración del Hotel Nacional, el Paseo del Prado, la majestuosa sede de la compañía telefónica en Águila y Dragones, así como con la corona de la arquitectura republicana en Cuba: el Capitolio, edificio que simboliza la naturaleza de la entonces vida política de la isla caribeña, más ocupada en la forma, en las ansias de trascendencia y en la ostentación que en el contenido, a juzgar por el nivel de corrupción y desigualdad social imperante en aquella república que, a pesar de períodos dictatoriales y de su democracia novata, tal vez hubiera podido ser salvada, reformada y consolidada.
La época de la primera etapa republicana en Cuba concluiría en 1959, tras la toma del poder por Fidel Castro. En aquella época La Habana era, no solo una de las ciudades más modernas de América Latina, sino de todo el mundo, después de los destrozos provocados en Europa por la Segunda Guerra Mundial (1939-1945). Ya para la década del 50 la barriada del Vedado, con su planificación urbanística y arquitectura de vanguardia, constituía un referente de lo más avanzado a nivel internacional, con obras representativas como el edificio FOCSA, primer rascacielos de hormigón armado en Cuba, con 36 pisos, basado en las ideas de Le Corbusier.
El mismo decenio conocería sobre la apertura en 1958 de otra maravilla de la ingeniería civil habanera: el túnel submarino que atraviesa la bahía, obra de la empresa francesa Societé de Grand Travaux de Marseille. Por si todo lo anterior fuera poco, podríamos mencionar la sede de Radiocentro, primer edificio multifuncional de Cuba que todavía hoy acoge a los más importantes estudios de la televisión en la isla y que fue concebido con la más moderna infraestructura para las transmisiones radiales y televisivas de su época, incluyendo también una sala de cine.
Con tantos encantos, independientemente de los momentos de inestabilidad política, luchas sociales y dos gobiernos abiertamente tiránicos de la primera parte del XX, La Habana representaba uno de los destinos favoritos del mundo. Sol, exotismo, confort y refinamiento para el que se lo pudiera pagar, naturalmente. De no haber triunfado la Revolución la capital cubana posiblemente hubiera ostentado el lugar que hoy exhibe Las Vegas, como meca del juego y el espectáculo, en parte por los vínculos, muchas veces turbios, entre Fulgencio Batista y empresarios norteamericanos que controlaban ese negocio. Por cabarés, hoteles y teatros habaneros desfiló una lista de visitantes célebres difícil de resumir en un solo párrafo: Marlon Brando, Lucky Luciano, Ava Gardner, Errol Flyn, Tyrone Power, Rita Hayworth, Enrico Caruso, Frank Sinatra, Federico García Lorca, Gabriela Mistral, Mr. Winston Churchill, Edith Piaf, Carmen Sevilla, Tin Tan, Mario Moreno Cantinflas, Joséphine Baker, Rómulo Gallegos, Gary Cooper, el Trío Los Panchos, Nat King Cole, Libertad Lamarque,  María Félix, Jorge Negrete, Fred Astaire, Pedro Vargas, Agustín Lara, Nat King Cole, Buster Keaton, WaltDisney, Sara Montiel, Karol II de Rumanía, Nelson Rockefeller, Lola Flores
Entre todas estas personalidades un lugar especial en el corazón de La Habana sin dudas se encuentra reservado para quien se consideraba así mismo como «un cubano sato», después de haber recibido el Premio Nobel de Literatura: Ernest Hemingway, escritor que supo beber del ambiente exótico y bohemio de la capital cubana. Sitios como la Bodeguita del Medio, el Hotel Ambos Mundos y el Bar Floridita han pasado a la posteridad como lugares de peregrinaje del novelista estadounidense en la vorágine habanera de la época precomunista. En la periferia de la ciudad, específicamente en la barriada de Cojímar, donde el escritor vivió por temporadas, este encontró la inspiración para su novela cumbre: El viejo y el mar.
Entre el insomnio habanero de vedettes y celosas coristas segundonas ascendió la bella del teatro Alhambra, inmortalizada en la película de Enrique Pineda y en el libro Canción de Rachel, de Miguel Barnet. Por aquellas calles de lentejuelas Cabrera Infante encontró para su Tres tristes tigres a Fredesvenda García -Freddy- mucama afrocubana obesa que cantaba boleros en uno de los tantos bares habaneros, desde donde saltó al estrellato al ser descubierta por el director del Hotel Capri. ¿Cómo suponer que esa Habana, la de noches eternas y cantinas embriagadas de tradición que sedujeron a Hemingway, no seguiría inspirando a cantantes y artistas del pentagrama?
Entre muros de desilusión
Y La Habana continuó su camino de ciudad original en historia, testaruda mulata caribeña enfrascada en no parecerse a nadie. La Habana de banderas en los balcones que un enero encontró en hombres de botas, barbas y verde olivo su nuevo objetivo de seducción. La Habana que se vistió de miliciana para sorprender a todos y pretender borrar sus historias de carmín nocturno y sábanas manchadas. La Habana que quiso desterrar el café criollo por decreto, mientras que con 40 grados de calor se ponía a beber té frente a un samovar. La Habana que no dudó en abrir sus piernas a otra promesa de futuro utópico, como aquella que cinco siglos atrás le regalase su existencia, bajo el estandarte de los fundadores de mundos nuevos. La Habana del marxismo bronceado, líderes playboys y consignas a ritmo de conga.
Pero perdiendo la fe en lo idílico se le ha visto envejecer a la capital cubana, rabiar con los cólicos de su intransigencia. Sus sueños le cuelgan hoy como senos de veterana. Harta de experimentos juveniles ya no aspira a ser una chica chic como New Harmony, la Nueva Atlántida, Telema ni Palmanova. El simple vivir, mundano, el trivial, duele a sus años y se ha convertido en un desafío para su cuerpo de muros carcomidos, vertederos, armatostes folclóricos, peste a grajo y baches aderezados con agua de fosa. 
La Habana del remordimiento que prefirió callar cuando los carniceros jugaron a ser Dios, pasándose por el forro siglos de tradición en jurisprudencia en el instante, merecido o no, de un disparo desde La Cabaña. La Habana del «pin pon fuera» que optó por adorar becerros de oro, mientras devoraba a sus hijos desde el extremismo. La Habana que soltó lágrimas de sal al ver a sus nietos en balsas y la que se retuerce hoy con la artrosis de sus filas infinitas y cotidianas. Esa Habana, como toda madre agobiada se pregunta ¿en qué se equivocó? Ya no espera canciones ególatras esta Medea antillana. Se conforma con el solo respirar y ver desfilar los fantasmas que la atosigan, confiada en que a ellos también los sobrevivirá.
Mas aún en esos momentos de soledad frente al malecón, cuando la ciudad sale a aliviar sus penas con ron y guitarra durante las puestas de sol, La Habana sigue inspirando. Su brazo de asfalto a lo largo del litoral continúa siendo el sitio más nostálgico del mundo. Bien lo sabemos quienes hemos coqueteado con París, Nueva York, Roma... Ni el Tíber, ni el Támesis ni el Sena pueden emular la universalidad de las olas habaneras, encrucijada secular de tiempos y hombres. 
La magia de la capital cubana no se apaga. Sin pensar mucho en cómo serán los próximos cinco siglos de historia su gente en medio de la porquería y el bregar cotidiano siempre encuentra momento para reverenciarla como gran matriarca, esfinge inmortal, molde de nación: «Habana/Habana/si bastara una canción/para devolverte todo/lo que el tiempo te quitó. /Habana/mi Habana/ si supieras el dolor/que siento cuando te canto/y no entiendes que es amor».
   


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