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«España es Asturias y lo demás... tierra conquistada»

Mediante la siguiente crónica os recreo en primera persona una de las leyendas más populares de España: la aparición de la Virgen a Don Pelayo en la mítica Batalla de Covadonga.
Don Pelayo es un símbolo de la llamada Reconquista, pues se considera como uno de los iniciadores de la lucha de los cristianos contra los musulmanes en Península Ibérica durante la Edad Media.
La celebridad de esta figura se mezcla con la religión, en tanto todavía hoy el lugar de los sucesos que he querido recrear desde la ficción constituye destino para miles de peregrinos cada año.
Tómese en cuenta que, como en cualquier leyenda, muchos de los acontecimientos narrados pueden tener varias versiones y que, por otro lado, yo también he querido hacer más amena la narración con cuestiones de estilo que en todo caso evidencian que el apego a la documentación histórica no fue mi prioridad.
La leyenda de Don Pelayo y la Santina
Juro ante Dios y la Santísima Virgen que todo lo aquí relatado es cierto, en la medida en que los 89 octubres concedidos por gracia divina, me permitan recordarlo. Así lo vi y lo viví. No persigo fortunas ni glorias, sino simplemente ofrecer testimonio, con mi diestra encima de las Sagradas Escrituras, para que las futuras generaciones no olviden lo que ahora plasmo en este pergamino como acontecimientos reales.
Ruego la piedad del Altísimo si alguna errata salida de mi temblorosa mano lo afrenta. Ruego la excusa de cualquier docto por las omisiones que tantos inviernos han provocado en mi desmemoria.
Ha querido Dios que mi medio trastornada cabeza ubique los acontecimientos aquí narrados, bien en el año del Señor 718 o bien en el 722. Solo recuerdo que corrían entonces los días en que como mozalbete me iniciaba en las mañas de todo buen escudero. Sin embargo, la fecha exacta de los sucesos se estanca en uno de esos corruptos olvidos míos, de los tantos diluidos en mi larga y venturosa existencia, como antiguo miembro de las gloriosas huestes de Don Pelayo, el indómito, primero de su estirpe, rey de reyes.
Precisamente, fue en los días de lo que hoy llaman Batalla de Covadonga, cuando vi por primera vez al líder guerrero, mas desde tiempo antes su fama había prendido ya, como llamita de esperanza entre los cristianos del norte hispano, los que nunca se resignaron frente al ocupante infiel.
Decían que en Toledo había servido Pelayo a los monarcas Witiza y Rodrigo, pero de allá debió escapar ante la invasión musulmana. Cuentan que muchas veces se le oyó decir que salvar la honra de su joven hermana, frente a la amenaza de los bárbaros, constituyó su máxima prioridad entonces y por eso, se llevó consigo a la doncella. Sin embargo, quiso el infortunio que al llegar a tierras asturianas la hermosa moza atrajera, sin quererlo, la atención del bereber Munuza, gobernador de Gijón, quien con el propósito de facilitar la conquista de la joven, no dudó en enviar a Pelayo para Córdoba.
Todo lo de Pelayo terminó siendo conquistado. Todo lo que un día tuvo y quiso se esfumó de su vida. Pero como Job las pérdidas no hicieron más que acrecentar su fe y de regreso en Asturias prometió ante Dios pelear para devolver a los hijos de su pueblo aquello que les habían arrebatado.
Esa fe fue la que nos condujo a la victoria en Covadonga, el sitio en las montañas de Cangas de Onís, donde la pena y el dolor parecían querernos convencer de que Dios se había olvidado de nuestras mercedes, mientras avanzaba el enemigo musulmán, superior en fuerza y provisiones. Ya no había esperanza. Incluso, devotos cristianos pidieron una señal a los cielos si debíamos asumir la rendición como destino. La resignación sobrevolaba como ave de rapiña entre aquellas montañas que habíamos elegido como el más certero escudo contra las armas sarracenas, pero que parecían destinadas por la calamidad a convertirse en nuestros mausoleos.
Sin embargo, las plegarias de Don Pelayo fueron escuchadas. La Virgen, venerada hoy como Nuestra Señora de Covadonga, extendió su mano. Nos mostró su incólume gruta, en la falda del Monte Auseva. Allí nos ofreció cobijo. La madre nos acogió en el regazo de piedra de aquella cueva donde mismo hoy recibe la adoración de tantos peregrinos. Las flechas de los atacantes rebotaban contra la roca de la caverna. Herían a los mismos guerreros que nos las lanzaban. Todos nosotros, arrodillados en oración, agradecíamos el milagro. Algunos contaron que «como cuervos los moros bárbaros huyeron».
Desde aquella primera victoria Hispania, y Europa toda, se afianzaron un poco más como estandartes de la cristiandad. Don Pelayo hincó su espada sobre las cumbres de Covadonga. La brisa y el orbayu estremecían su barba y su melena, como si se confabularan para coronarlo allí mismo como rey pionero de los asturianos.
Tras recuperar el aliento de la batalla, y en medio de la solemnidad de la niebla sobre los montes de Cangas, el líder guerrero consagró eternamente su reino a la Santina de Covadonga. «Largo será aún el camino de la liberación iniciado aquí -expresó como quien puede leer el horizonte- pero cuando el suelo ibérico vuelva a pertenecer totalmente a los hijos de Cristo, los cronistas deberán recordar nuestra lucha diciendo: España es Asturias y lo demás, tierra conquistada».

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