
Existe una tendencia a usar de forma
inexacta e inapropiadamente los términos Hispanoamérica, Iberoamérica,
Latinoamérica y Sudamérica, incluso conociendo que estos designan realidades
geográficas, políticas e histórico-culturales distintas. Aquí se pretende reflexionar
sobre tal problemática, para un empleo correcto de tal terminología.
El empleo de tales topónimos, así como
sus correspondientes gentilicios, en contextos no intercambiables no solo
evidencia ignorancia y pereza en el uso del castellano, sino además cierta subestimación,
así como falta de reconocimiento de la identidad de las personas o grupos
humanos designados, porque se les denomina desde la superficialidad, el
estereotipo y las generalizaciones inapropiadas.
Decir que las personas de México o Cuba,
por poner dos ejemplos, son sudamericanos puede resultar tan disonante, como
llamar gallegos a todos los españoles, práctica existente todavía en algunos
países de habla hispana. Ello constituye una falta más grave aún si tomamos en
cuenta que la mayor parte de los castellanoparlantes vive en el hemisferio
occidental y que, por tanto, en su lengua madre tienen derecho a ser nombrados
a partir de una referencia que tome en cuenta el cómo se ven y se denominan a
sí mismos, o sea, desde una perspectiva endógena, porque ellos también son
propietarios de la lengua que compartimos.
Cuando alguien suelta gazapos como el de intercambiar los términos latinoamericano, sudamericano,
hispanoamericano o iberoamericano en ámbitos en los que no poseen el mismo
sentido, a
no le queda otra que preguntarse si la incorrección se debe al desconocimiento
básico de geografía, a la orfandad en el dominio de la historia universal o a
la vanidad del paleto que habla creyéndose el ombligo del mundo y al que todo
lo que no se encuentre en sus propias coordenadas cotidianas simplemente se la
suda y se la refanfinfla.
América no es un país,
sino un continente
Consideramos oportuno partir diciendo
que muchas veces el empleo impreciso de los términos ya mencionados ocurre a
partir de extrapolaciones de otras lenguas, en especial del inglés como idioma
dominante de nuestros tiempos. Así somos: no siempre copiamos lo que más nos
puede aportar de Estados Unidos, pero si se trata de lucir a la moda por lo
general permanecemos muy abiertos a imitar formas de decir y giros
anglosajones, pasándonos por el forro el trasfondo cultural que sustenta a cada
lengua y en especial la nuestra, a pesar de su estratégico rol en la historia y
la cultura occidental.
En inglés es muy común que por
economía de palabras la gente se refiera a EE. UU., simplemente como America
para sintetizar el nombre oficial de la nación norteamericana, United States
of America. La práctica se ha extendido mucho al español, en especial en
España, cuna del castellano, donde paradójicamente debiéramos ser más que nadie
veladores de las influencias que puedan retorcer nuestra tradición lingüística.
La práctica arriba descrita no es del
todo censurable porque en fin de cuentas el uso de un idioma no se regula solo
por decreto, sino que debe tomar en cuenta las dinámicas que siguen
habitualmente los hablantes que mantienen viva dicha lengua. El problema radica
en hacerle el juego a la concepción etnocéntrica y excluyente de algunos
estadounidenses, al considerar que solo ellos son América, o sea, cuando se
pretende privar a canadienses, centroamericanos, caribeños y sudamericanos del
gentilicio que también a ellos les corresponde por compartir todo un mismo
continente.
Diría más: un dominicano, centroamericano
o venezolano podría sostener con orgullo que ellos han sido América desde antes
que los actuales Estados Unidos. En primer lugar, porque como es sabido, los
viajes de exploración en Centroamérica, La Antillas y el cono suramericano
fueron las bases nutrientes del Universalis Cosmographia, mapa de Martín
Waldseemüller que en 1507 por primera vez utilizara la denominación América,
para referirse al Nuevo Mundo, como tributo a Américo Vespucio.
Valga reforzar la idea anterior
señalando que en tal obra cartográfica el nombre América aparece rotulado
precisamente sobre la representación gráfica correspondiente a la parte sur del
continente, mientras la zona norte todavía era representada como un bloque de
tierra separado por un estrecho marino, con respecto al resto del hemisferio.
Todos los intentos hegemónicos de
apropiarse del nombre del continente es cosa de la era moderna y de la vocación
etnocéntrica que tradicionalmente ha caracterizado a Gringolandia con su marketing
de tierra prometida. Pero en buen castellano, tan americano es uno nacido en
Alaska como otro que vea la luz en la Tierra del Fuego, incluyendo también a
los antillanos. Así que tomemos nota si no queremos pecar de imprecisos al usar
nuestro idioma.
Sudamérica
En Sudamérica no solo se localizan
países de habla castellana, por lo que es incorrecto utilizar este término
geográfico como sinónimo de Hispanoamérica. Aquí se sitúan Brasil, de lengua
portuguesa; Guyana, de habla inglesa; Guyana Francesa, territorio francés de
ultramar y Surinam, donde el neerlandés constituye la lengua oficial.
Por otro lado, tomemos en cuenta que
en términos geográficos ni si quiera se puede decir que los países
hispanoamericanos se localizan solo en Sudamérica y Centroamérica porque la
mayor parte del territorio mexicano, al igual que Cuba se ubican en el subcontinente
norteamericano, a los efectos de la distribución de las placas tectónicas.
De lo anterior se desprende que, si ya
de por sí constituye un disparate el decir que nicaragüenses o panameños son
sudamericanos, el afirmarlo de los cubanos y los mexicanos constituye un verdadero
barbarismo del que todo el mundo debía salir advertido tras su paso por la
escuela primaria.
Hispanoamérica
Hispanoamérica
Todo el conjunto de naciones y pueblos
americanos que comparten la lengua de Cervantes y la cultura española como
sustento civilizatorio constituye la denominada Hispanoamérica, un término que
no es tan geográfico como sí histórico-cultural.
Hispanoamérica se encuentra formada
actualmente por unos 19 Estados soberanos, más Puerto Rico que conserva un
estatus especial en su relación de dependencia con EE. UU. En total todos estos
territorios que comparten el español en el continente americano cuentan con una
población de 400 millones de habitantes. Además de la lengua cervantina, dichas
naciones presentan vínculos históricos, culturales, religiosos, étnicos y
migratorios que los acercan todavía hoy a España como Madre Patria.
La denominación Hispanoamérica proviene
del nombre que los romanos dieron a la Península Ibérica. De ahí que muchos
consideren también a los brasileños dentro de la gran familia hispanoamericana,
puesto que Portugal, antigua metrópoli de Brasil, también formaba parte de la
Hispania romana.
No obstante, en nuestros días el
incluir a Brasil dentro de Hispanoamérica no es lo más común, puesto que para
englobar los vínculos con el gigante sudamericano se prefieren los términos que
expondremos más adelante.
Por otro lado, la noción de Hispanoamérica
entre los pobladores de las antiguas colonias españolas no ha estado libre de
controversias. En determinados momentos históricos se le ha atribuido cierto
sesgo ideológico y subyugador, puesto que, según no pocas voces, contribuía a perpetuar
los vínculos mentales y culturales con el antiguo pasado colonial, así como el
sentido de pertenencia con respecto a España.
Sobre todo, después de los primeros
años de las independencias algunos se pronunciaron por marcar distancias, con
respecto a todo lo que tuviera que ver con lo español, al tiempo que los
proyectos de las nuevas naciones pretendían dar reconocimiento a otros
componentes culturales, como el indígena y el africano, que no cabían en lo que
hasta ese momento se consideraba como hispano.
En sintonía con lo anterior señalaba
el reconocido pensador y filósofo peruano Haya de la Torre:
«el término “Hispanoamérica” o
“Iberoamérica”, y sus derivados “hispano o iberoamericanos”, corresponden a la
época colonial. Son vocablos de un significado preterista y anacrónico. Se
refieren a una América exclusivamente española -o portuguesa cuando del vocablo
Ibérico se trata- e implican el desconocimiento de las influencias posteriores
a la Colonia, que han determinado nuevas modalidades en nuestro continente».
Tales actitudes persisten todavía
entre movimientos y sectores que no se identifican con el legado colonial o en
aquellas que ponen el énfasis en las atrocidades de la conquista de América. Semejantes
concepciones se han hecho palpables también en momentos de tensión en las
relaciones de algunas naciones hispanoamericanas con España.
Paradójicamente vale destacar que el
término Hispanoamérica surge a principios del siglo XIX, antes que las independencias
en la América española, como parte del discurso emancipador y la construcción
identitaria de algunos de los que vislumbraron un futuro soberano para los
pueblos de la región, unidos precisamente en el acervo común recibido de España.
La mayor evidencia de lo anterior es que a Francisco de Miranda, el gran precursor
de las independencias hispanoamericanas, se le atribuye el empleo por primera
vez del mencionado término, cuando en 1801 publica su «Proclama a los pueblos
del continente colombiano, alias Hispanoamérica».
En el extremo opuesto a los críticos
de la noción de hispanoamericanismo, hallamos grupos casi siempre de ultraderecha
y fundamentalistas católicos, tanto en España como en Hispanoamérica, quienes
prefieren interpretar el sentido de lo hispano desde el romanticismo
edulcorado, glorificando al viejo imperio español y sobredimensionando los
aspectos positivos de más de 300 años de dominación en tierras americanas, sin
una sola crítica al colonialismo.
Más allá de negacionistas y
apologéticos, en la mayoría de los casos Hispanoamérica es en sentido general un
concepto que se asume en ambos lados del mundo castellanohablante de forma
conciliadora, sin pretender encontrar la cicatriz del colonialismo, ni tampoco
queriendo maquillarla. Por lo general, se antepone el contenido lingüístico y
cultural de la noción. Simplemente el vocablo actúa como puente discursivo para
dar explicación a vínculos reales, que americanos y españoles encuentran cuando
intentan escudriñar cuánto del otro lado del charco pervive en su día a día.
La vitalidad del término y de los
elementos identitarios en él encerrados parece evidente cuando hoy apreciamos cómo
muchos de los integrantes de la creciente comunidad latina en Estados Unidos se
identifican a sí mismos y son vistos por el resto de la sociedad simplemente
como hispanos, independientemente de sus países de procedencia: Puerto Rico, El
Salvador, Colombia, Chile, Cuba, Uruguay…
Latinoamérica
Además de lenguas provenientes del latín,
los territorios latinoamericanos heredaron aspectos culturales e identitarios de
sus antiguas metrópolis (España, Portugal y Francia), las cuales, antes de
existir como naciones en el sentido moderno, formaron a su vez parte del
antiguo Imperio Romano y tomaron de este, elementos civilizatorios comunes a lo
que hoy conocemos como cultura occidental.
España fue la región con mayor trayectoria latinizante durante el período de los grandes imperios coloniales. La corona castellana echó mano al legado romano para convertirlo en baluarte civilizatorio en aquellos territorios donde establecía su dominio. Gracias a los ibéricos la herencia del antiguo Imperio Romano salió de Europa durante la baja Edad Media y se extendió hacia otras regiones del mundo.
En Latinoamérica el aporte de portugueses, franceses, pero muy en especial de españoles, resulta innegable, en algunos países más que en otros, pero en todos ellos lo latino y cristiano constituyó la columna vertebral del progreso en casi todas las esferas de la vida social, económica, religiosa, política y cultural.
Sin pasar por alto, por supuesto, que el componente europeo ha estado acompañado en cada pueblo latinoamericano por la contribución de otros grupos étnicos, desde los amerindios y los africanos, hasta incluso japoneses, chinos, árabes, rusos, alemanes... Ese mestizaje de razas y culturas en diferentes proporciones es lo que hace única a cada nación de Latinoamérica.
Con frecuencia se emplea la denominación de latinos de tercera generación para referir a los pueblos colonizados por España, Portugal y Francia. La expresión los distingue de la Europa latina o latinos de segunda generación, en alusión a los grupos humanos que recibieron directamente del Imperio Romano su cultura y su base lingüística.
En todo caso, la noción de América Latina sería difícilmente salvable sino se tomara en cuenta el legado europeo como fuente civilizatoria. En aquellas naciones donde el peso indígena y mestizo ha sido considerable, podemos decir que los proyectos de nación han estado apegados a los pradigmas recibidos del pasado colonial y, por tanto, al legado latino. Comprenderlo de otra forma sería caer en un reduccionismo y en una ignorancia abismal porque ¿quién se atrevería a negar que Santiago de Chile, Cartagena de Indias o Santiago de Cuba se parecen más a las ciudades europeas que las inspiraron y nada tienen que ver con la imagen de Latinoamérica como una gran tribu amerindia que con frecuencia se quiere vender en los medios? Incluso, en países como Bolivia donde el peso indígena ha estado reivindicado en los últimos años, se ha pecado al desconocer a aquellos sectores de la población que desde hace siglos dejaron de identificarse con el estilo de vida y los valores de los pueblos originarios de esa región.
En todo caso el legado latino en América va más allá de lo étnico o la herencia colonial tangible. Los valores, los estilos de vida y las cosmovisiones predominantes en las sociedades latinoamericanas, siempre matizando con las particularidades de cada región, más tienen que ver con las de Occidente que con las de las culturas originarias existentes en el continente antes de la llegada de los europeos.
Gústenos o no, en la construcción de las identidades nacionales el componente indígena, salvo en contadas excepciones, ha sido inexistente o marginal. En el caso de los países caribeños los pueblos amerindios desaparecieron como consecuencia de la colonización. Allí el mestizaje contó con un mayor peso del componente africano. En las naciones de Sudamérica o Centroamérica donde la aportación indígena resulta más palpable, esta con frecuencia permaneció subordinada al poder de las élites blancas o mestizas. Solo a finales del siglo XX los descendientes de pueblos originarios han venido alcanzado de manera justa cierto grado de reivindicación, pero en todo caso sus identidades tienen cabida dentro de la noción de esa Latinoamérica imposible de comprender sin su formulación inclusiva y diversa.
España fue la región con mayor trayectoria latinizante durante el período de los grandes imperios coloniales. La corona castellana echó mano al legado romano para convertirlo en baluarte civilizatorio en aquellos territorios donde establecía su dominio. Gracias a los ibéricos la herencia del antiguo Imperio Romano salió de Europa durante la baja Edad Media y se extendió hacia otras regiones del mundo.
En Latinoamérica el aporte de portugueses, franceses, pero muy en especial de españoles, resulta innegable, en algunos países más que en otros, pero en todos ellos lo latino y cristiano constituyó la columna vertebral del progreso en casi todas las esferas de la vida social, económica, religiosa, política y cultural.
Sin pasar por alto, por supuesto, que el componente europeo ha estado acompañado en cada pueblo latinoamericano por la contribución de otros grupos étnicos, desde los amerindios y los africanos, hasta incluso japoneses, chinos, árabes, rusos, alemanes... Ese mestizaje de razas y culturas en diferentes proporciones es lo que hace única a cada nación de Latinoamérica.
Con frecuencia se emplea la denominación de latinos de tercera generación para referir a los pueblos colonizados por España, Portugal y Francia. La expresión los distingue de la Europa latina o latinos de segunda generación, en alusión a los grupos humanos que recibieron directamente del Imperio Romano su cultura y su base lingüística.
En todo caso, la noción de América Latina sería difícilmente salvable sino se tomara en cuenta el legado europeo como fuente civilizatoria. En aquellas naciones donde el peso indígena y mestizo ha sido considerable, podemos decir que los proyectos de nación han estado apegados a los pradigmas recibidos del pasado colonial y, por tanto, al legado latino. Comprenderlo de otra forma sería caer en un reduccionismo y en una ignorancia abismal porque ¿quién se atrevería a negar que Santiago de Chile, Cartagena de Indias o Santiago de Cuba se parecen más a las ciudades europeas que las inspiraron y nada tienen que ver con la imagen de Latinoamérica como una gran tribu amerindia que con frecuencia se quiere vender en los medios? Incluso, en países como Bolivia donde el peso indígena ha estado reivindicado en los últimos años, se ha pecado al desconocer a aquellos sectores de la población que desde hace siglos dejaron de identificarse con el estilo de vida y los valores de los pueblos originarios de esa región.
En todo caso el legado latino en América va más allá de lo étnico o la herencia colonial tangible. Los valores, los estilos de vida y las cosmovisiones predominantes en las sociedades latinoamericanas, siempre matizando con las particularidades de cada región, más tienen que ver con las de Occidente que con las de las culturas originarias existentes en el continente antes de la llegada de los europeos.
Gústenos o no, en la construcción de las identidades nacionales el componente indígena, salvo en contadas excepciones, ha sido inexistente o marginal. En el caso de los países caribeños los pueblos amerindios desaparecieron como consecuencia de la colonización. Allí el mestizaje contó con un mayor peso del componente africano. En las naciones de Sudamérica o Centroamérica donde la aportación indígena resulta más palpable, esta con frecuencia permaneció subordinada al poder de las élites blancas o mestizas. Solo a finales del siglo XX los descendientes de pueblos originarios han venido alcanzado de manera justa cierto grado de reivindicación, pero en todo caso sus identidades tienen cabida dentro de la noción de esa Latinoamérica imposible de comprender sin su formulación inclusiva y diversa.
El término América Latina surgió en el
siglo XIX en oposición a la América anglosajona. Muchos señalan un contenido
ideológico en tal designación, al reconocer en tal concepto los intentos de
Francia por lograr una más amplia identificación con los territorios
hispanoamericanos que en su mayoría alcanzaron sus independencias de la corona
española en las primeras décadas de la mencionada centuria.
Desde décadas anteriores al triunfo de
los movimientos independentistas, los fundamentos de la Ilustración y la
Revolución francesa habían ejercido notable influencia sobre lo más avanzado
del pensamiento hispanoamericano, en contraposición con lo que representaba el
absolutismo de la monarquía y la oscurantista sociedad española. El legado
francés estaría muy presente en los ideales de las que serían luego las futuras
sociedades latinoamericanas, mediante sus formas de gobierno y aspiraciones
racionalistas e ilustradas, abriendo el camino de los nuevos países a la época
moderna.
El intelectual chileno Francisco
Bilbao fue el primero en emplear en 1856 la expresión «América Latina» en una
conferencia que impartiera en París sobre la idoneidad de un modelo federal
para las jóvenes repúblicas latinoamericanas, frente a las amenazas foráneas.
Podemos decir entonces que la idea de Latinoamérica nació con un profundo
arraigo antimperialista.
Unido a lo anterior, la noción tenía también
a su favor el poder abarcar sensibilidades identitarias más afines con la
variedad étnica y cultural de las repúblicas de América Central y del Sur,
diversidad que no encajaban dentro del concepto tradicional de lo
hispanoamericano, más centrado en los descendientes de españoles, así como en
el legado peninsular.
Otra idea del concepto inicial de
América Latina que ha sobrevivido hasta hoy se encuentra asociado con la idea
de integración entre los diferentes países de la zona. Este sentido aparece una
y otra vez especialmente en el discurso de las izquierdas latinoamericanas de
nuestros días. Tanto es así que al hablar con una persona de derecha durante mi
estancia en Argentina, sin ningún tipo de posicionamiento ideológico usé el
término Latinoamérica y el hombre automáticamente me respondió: yo no creo en
eso de la «Patria Grande», como desentendiéndose del empleo que el chavismo y
sus gobiernos aliados han hecho en los últimos tiempos de la noción que aquí
nos ocupa.
Más allá de tales significados,
Latinoamérica pervive como una concepción cultural que engloba sentido de
pertenencia, prácticas y rasgos identitarios comunes o similares entre todas
aquellas naciones americanos que se enorgullecen de la herencia recibida por
parte de los latinos europeos, legado que al mismo tiempo los latinoamericanos
han sabido enriquecer y darle sello propio, como consecuencia de la variedad
cultural y las condiciones históricas en las que se han desarrollado como pueblos
hermanos.
Más allá de las connotaciones
geopolíticas de sus orígenes y de su empleo actual por tendencias
integracionistas de la región, el término América Latina es la expresión de
nexos comunes que uno fácilmente puede encontrar en la cotidianidad de los
herederos americanos de españoles, portugueses y, en menor medida, de los franceses.
Solo hay que viajar un poco, interactuar con personas de esa área geográfica,
para descubrir similitudes reales y no meramente discursivas o doctrinarias.
Los hablantes del castellano sienten
la necesidad de referir tales vínculos, que exceden pretensiones ideológicas y
aspiraciones políticas. De ahí que, a pesar de las singularidades de cada
nación latinoamericana, este término haya mantenido su vigencia y frescura con
el paso del tiempo.
Iberoamérica
Por lo anterior, el vocablo con
frecuencia también se usa para referir a dichas antiguas metrópolis en comunión
con los mencionados países del hemisferio occidental que heredaron sus lenguas
-el castellano y portugués- así como parte de sus identidades.
Incluso en los últimos años, en buena
medida gracias a la gestión de España, se ha abogado por sumar en la idea del
iberoamericanismo a Andorra, el otro de los tres Estados ibéricos soberanos, el
que, si bien comparte vínculos fuertes con la nación de Cervantes y en menor
medida con Portugal, con Hispanoamérica y Brasil no encontramos el mismo grado
de afinidad, al menos de manera directa.
El gesto más importante por integrar a
los andorranos posiblemente haya sido a nivel diplomático con la inclusión del
micropaís desde 2004 a las Cumbres Iberoamericanas de Jefes de Estado y de
Gobierno, reuniones que a partir de 1991 han pretendido darle un impulso al
iberoamericanismo, erigiéndose en su evento de más alto nivel.
A pesar de los esfuerzos, Iberoamérica
constituye una noción que mantiene su vitalidad a nivel diplomático,
geopolítico, del intercambio cultural y la cooperación, pero no considero que
desde el punto de vista identitario aún haya calado muy profundamente en el
imaginario de los pueblos americanos excolonias de España y Portugal. Es decir,
resulta menos frecuente encontrar a un colombiano, un chileno o un dominicano,
por ejemplo, que se definan a sí mismos como iberoamericanos, con el mismo
orgullo con que pueden sentirse latinoamericanos o, incluso, hispanoamericanos.
Eso de que les llamen iberoamericano les suena lejos y genera rareza.
En contraposición a lo anterior, en el
discurso oficial español sí que apreciamos en los últimos años un predominio
del término con respecto al uso de Hispanoamérica y Latinoamérica.
Para muchos el entusiasmo de España
con respecto al rescate y promoción del iberoamericanismo constituye la
expresión de las intenciones de esta nación ibérica por recuperar la influencia
perdida sobre sus excolonias, tal vez mirando con celos la buena gestión que le
ha permitido históricamente a Reino Unido conservar su preponderancia con
respecto a sus antiguos territorios coloniales, hoy agrupados en la
Mancomunidad de Naciones.
De igual forma, el iberoamericanismo
compite, según algunos, con el panamericanismo como doctrina usada
históricamente por Estados Unidos para hacer de todo el hemisferio occidental
su área de influencia.
Por su parte, determinados sectores de
la izquierda latinoamericana históricamente han desconfiado de la idea de lo
iberoamericano, al considerarla rezago de las viejas aspiraciones hegemónicas
por parte de las antiguas colonias europeas, específicamente de España y
Portugal. Las siguientes palabras del profesor e investigador Alejandro Pisnoy,
del Centro Cultural de la Cooperación Floreal Gorini, resultan ilustrativas de
lo expuesto:
«Nada resulta más inútil, por tanto,
que entretenerse en confrontaciones entre el ideal iberoamericanismo y el ideal
panamericano. De poco le sirve al iberoamericanismo el número y la calidad de
las adhesiones intelectuales; ya que ambos dos, el iberozamericanismo y el panamericanismo,
se apoyan en los intereses y los negocios como así también en los sentimientos
y las tradiciones de Nuestra América.
Para poder lograr y pensar en una
integración de América Latina debemos dejar de lado estos dos conceptos que lo
único que buscan es imponer políticas económicas y sociales llevando a cabo la
desintegración y el enfrentamiento de nuestros pueblos; y promover una
integración cultural sin fronteras».
Hasta Gabriel García Márquez llegó a
sugerir que la España europea es incompatible con la España iberoamericana, en
tanto esta nación ibérica desde su ingreso a la Comunidad Europea postergó a un
segundo plano su vocación americanista o profirió simplemente arrogarse el rol
de intermediaria entre la América Latina y la UE.
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