Tributo a Fray Bartolomé de las Casas, esta crónica de José Martí publicada originalmente en La Edad de Oro, revista para niños editada por el prócer cubano, precursor del Modernismo.
En tiempos en que las ideas reaccionarias están de moda y hacen sacar pañuelos para llorar de nostalgia por los viejos imperios coloniales, bien vale distanciarnos de los grandes conquistadores, mitificados como héroes, para acercarnos a la humilde figura del padre Bartolomé de las Casas, un sevillano que, sin estar libre de equivocaciones, se convirtió en el primero en denunciar los errores y horrores de la conquista de las Indias, adelántandose así al sistema axiológico que terminaría imponiéndose siglos después en Occidente.
En tiempos en que las ideas reaccionarias están de moda y hacen sacar pañuelos para llorar de nostalgia por los viejos imperios coloniales, bien vale distanciarnos de los grandes conquistadores, mitificados como héroes, para acercarnos a la humilde figura del padre Bartolomé de las Casas, un sevillano que, sin estar libre de equivocaciones, se convirtió en el primero en denunciar los errores y horrores de la conquista de las Indias, adelántandose así al sistema axiológico que terminaría imponiéndose siglos después en Occidente.
El padre Las Casas
Cuatro siglos es mucho, son cuatrocientos años.
Cuatrocientos años hace que vivió el Padre las Casas, y parece que está vivo
todavía, porque fue bueno. No se puede ver un lirio sin pensar en el Padre las
Casas, porque con la bondad se le fue poniendo de lirio el color, y dicen que
era hermoso verlo escribir, con su túnica blanca, sentado en su sillón de
tachuelas, peleando con la pluma de ave porque no escribía de prisa. Y otras
veces se levantaba del sillón, como si le quemase: se apretaba las sienes con
las dos manos, andaba a pasos grandes por la celda, y parecía como si tuviera
un gran dolor. Era que estaba escribiendo, en su libro famoso de la Destrucción
de las Indias, los horrores que vio en las Américas cuando vino de España la
gente a la conquista. Se le encendían los ojos, y se volvía a sentar, de codos
en la mesa, con la cara llena de lágrimas. Así pasó la vida, defendiendo a los
indios.
Aprendió en España a licenciado, que era algo en aquellos
tiempos, y vino con Colón a la isla La Española en un barco de aquellos de velas
infladas y como cáscara de nuez. Hablaba mucho a bordo, y con muchos latines.
Decían los marineros que era grande su saber para un mozo de veinticuatro años.
El sol, lo veía él siempre salir sobre cubierta. Iba alegre en el barco, como
aquel que va a ver maravillas. Pero desde que llegó, empezó a hablar poco. La
tierra, sí, era muy hermosa, y se vivía como en una flor: ¡pero aquellos
conquistadores asesinos debían de venir del infierno, no de España! Español era
él también, y su padre, y su madre; pero él no salía por las islas Lucayas a
robarse a los indios libres: ¡porque en diez años ya no quedaba indio vivo de
los tres millones, o más, que hubo en La Española!: él no los iba cazando con
perros hambrientos, para matarlos a trabajo en las minas: él no les quemaba las
manos y los pies cuando se sentaban porque no podían andar, o se les caía el
pico porque ya no tenían fuerzas: él no los azotaba, hasta verlos desmayar,
porque no sabían decirle a su amo donde había más oro: él no se gozaba con sus
amigos, a la hora de comer, porque el indio de la mesa no pudo con la carga que
traía de la mina, y le mandó a cortar en castigo las orejas: él no se ponía el
jubón de lujo, y aquella capa que llamaban ferreruelo, para ir muy galán a la
plaza a las doce, a ver la quema que mandaba hacer la justicia del gobernador,
la quema de los cinco indios. Él los vio quemar, los vio mirar con desprecio
desde la hoguera a sus verdugos; y ya nunca se puso más que el jubón negro, ni
cargó caña de oro, como los otros licenciados ricos y regordetes, sino que se
fue a consolar a los indios por el monte, sin más ayuda que su bastón de rama
de árbol.
Al monte se habían ido, a defenderse, cuantos indios de
honor quedaban en La Española. Como amigos habían recibido ellos a los hombres
blancos de las barbas: ellos les habían regalado con su miel y su maíz, y el
mismo rey Behechío le dio de mujer a un español hermoso su hija Higuemota, que
era como la torcaza y como la palma real: ellos les habían enseñado sus
montañas de oro, y sus ríos de agua de oro, y sus adornos, todos de oro fino, y
les habían puesto sobre la coraza y guanteletes de la armadura pulseras de las
suyas, y collares de oro: ¡y aquellos hombres crueles los cargaban de cadenas;
les quitaban sus indias, y sus hijos; los metían en lo hondo de la mina, a
halar la carga de piedra con la frente; se los repartían, y los marcaban con el
hierro, como esclavos!: en la carne viva los marcaban con el hierro. En aquel
país de pájaros y de frutas los hombres eran bellos y amables; pero no eran
fuertes. Tenían el pensamiento azul como el cielo, y claro como el arroyo; pero
no sabían matar, forrados de hierro, con el arcabuz cargado de pólvora. Con
huesos de frutas y con gajos de mamey no se puede atravesar una coraza. Caían,
como las plumas y las hojas. Morían de pena, de furia, de fatiga, de hambre, de
mordidas de perros. ¡Lo mejor era irse al monte, con el valiente Guaroa, y con
el niño Guarocuya, a defenderse con las piedras, a defenderse con el agua, a
salvar al reyecito bravo, a Guarocuya! Él saltaba el arroyo, de orilla a
orilla; él clavaba la lanza lejos, como un guerrero; a la hora de andar, a la
cabeza iba él, se le oía la risa de noche, como un canto; lo que él no quería
era que lo llevase nadie en hombros. Así iban por el monte, cuando se les
apareció entre los españoles armados el Padre las Casas, con sus ojos
tristísimos, en su jubón y su ferreruelo. Él no les disparaba el arcabuz: él
les abría los brazos. Y le dio un beso a Guarocuya.
Ya en la isla lo conocían todos, y en España hablaban de
él. Era flaco, y de nariz muy larga, y la ropa se le caía del cuerpo, y no
tenía más poder que el de su corazón; pero de casa en casa andaba echando en
cara a los encomenderos la muerte de los indios de las encomiendas; iba a
palacio, a pedir al gobernador que mandase cumplir las ordenanzas reales;
esperaba en el portal de la audiencia a los oidores, caminando de prisa, con
las manos a la espalda, para decirles que venía lleno de espanto, que habla
visto morir a seis mil niños indios en tres meses. Y los oidores le decían: «Cálmese, licenciado, que ya se hará justicia»: se echaban el ferreruelo al
hombro, y se iban a merendar con los encomenderos, que eran los ricos del país,
y tenían buen vino y buena miel de Alcarria. Ni merienda ni sueño había para
las Casas: sentía en sus carnes mismas los dientes de los molosos que los
encomenderos tenían sin comer, para que con el apetito les buscasen mejor a los
indios cimarrones: le parecía que era su mano la que chorreaba sangre, cuando
sabía que, porque no pudo con la pala, le habían cortado a un indio la mano:
creía que él era el culpable de toda la crueldad, porque no la remediaba;
sintió como que se iluminaba y crecía, y como que eran sus hijos todos los
indios americanos. De abogado no tenía autoridad, y lo dejaban solo: de
sacerdote tendría la fuerza de la Iglesia, y volvería a España, y daría los
recados del cielo, y si la corte no acababa con el asesinato, con el tormento,
con la esclavitud, con las minas, haría temblar a la corte. Y el día en que
entró de sacerdote, toda la isla fue a verlo, con el asombro de que tomara
aquella carrera un licenciado de fortuna: y las indias le echaron al pasar a
sus hijitos, a que le besasen los hábitos.
Entonces empezó su medio siglo de pelea, para que los
indios no fuesen esclavos; de pelea en las Américas; de pelea en Madrid; de
pelea con el rey mismo: contra España toda, él solo, de pelea. Colón fue el
primero que mandó a España a los indios en esclavitud, para pagar con ellos las
ropas y comidas que traían a América los barcos españoles. Y en América había
habido repartimiento de indios, y cada cual de los que vino de conquista, tomó
en servidumbre su parte de la indiada, y la puso a trabajar para él, a morir
para él, a sacar el oro de que estaban llenos los montes y los ríos. La reina,
allá en España, dicen que era buena, y mandó a un gobernador que sacase a los
indios de la esclavitud; pero los encomenderos le dieron al gobernador buen
vino, y muchos regalos, y su porción en las ganancias, y fueron más que nunca
los muertos, las manos cortadas, los siervos de las encomiendas, los que se
echaban de cabeza al fondo de las minas. «Yo he visto traer a centenares
maniatadas a estas amables criaturas, y darles muerte a todas juntas, como a
las ovejas.» Fue a Cuba de cura con Diego Velázquez, y volvió de puro horror,
porque antes que para hacer casas, derribaban los árboles para ponerlos de
leñas a las quemazones de los taínos. En una isla donde habla quinientos mil, vio con sus ojos» los indios que quedaban: once. Eran aquellos conquistadores
soldados bárbaros, que no sabían los mandamientos de la ley, ¡y tomaban a los
indios de esclavos, para enseñarles la doctrina cristiana, a latigazos y a
mordidas! De noche, desvelado de la angustia, hablaba con su amigo Rentería,
otro español de oro. ¡Al rey había que ir a pedir justicia, al rey Fernando de
Aragón! Se embarcó en la galera de tres palos, y se fue a ver al rey.
Seis veces fue a España, con la fuerza de su virtud,
aquel padre que «no probaba carne». Ni al rey le tenía él miedo, ni a la
tempestad. Se iba a cubierta cuando el tiempo era malo; y en la bonanza se
estaba el día en el puente, apuntando sus razones en papel de hilo, y dando a
que le llenaran de tinta el tintero de cuerno, «porque la maldad no se cura
sino con decirla, y hay mucha maldad que decir, y la estoy poniendo donde no me
la pueda negar nadie, en latín y en castellano». Si en Madrid estaba el rey,
antes que a la posada a descansar del viaje, iba al palacio. Si estaba en
Viena, cuando el rey Carlos de los españoles era emperador de Alemania, se
ponía un hábito nuevo, y se iba a Viena. Si era su enemigo Fonseca el que
mandaba en la junta de abogados y clérigos que tenía el rey para las cosas de
América, a su enemigo se iba a ver, y a ponerle pleito al Consejo de Indias. Si
el cronista Oviedo, el de la «Natural historia de las Indias», había escrito de
los americanos las falsedades que los que tenían las encomiendas le mandaban
poner, le decía a Oviedo mentiroso, aunque le estuviera el rey pagando por
escribir las mentiras. Si Sepúlveda, que era el maestro del rey Felipe, defendía
en sus «Conclusiones» el derecho de la corona a repartir como siervos, y a dar
muerte a los indios, porque no eran cristianos, a Sepúlveda le decía que no
tenían culpa de estar sin la cristiandad los que no sabían que hubiera Cristo,
ni conocían las lenguas en que de Cristo se hablaba, ni tenían más noticia de
Cristo que la que les habían llevado los arcabuces. Y si el rey en persona le
arrugaba las cejas, como para cortarle el discurso, crecía unas cuantas
pulgadas a la vista del rey, se le ponía ronca y fuerte la voz, le temblaba en
el puño el sombrero, y al rey le decía, cara a cara, que el que manda a los
hombres ha de cuidar de ellos, y si no los sabe cuidar, no los puede mandar, y
que lo había de oír en paz, porque él no venía con manchas de oro en el vestido
blanco, ni traía más defensa que la cruz.
O hablaba, o escribía, sin descanso. Los frailes
dominicanos lo ayudaban, y en el convento de los frailes se estuvo ocho años,
escribiendo. Sabía religión y leyes, y autores latinos, que era cuanto en su
tiempo se aprendía; pero todo lo usaba hábilmente para defender el derecho del
hombre a la libertad, y el deber de los gobernantes de respetárselo. Eso era
mucho decir, porque por eso quemaban entonces a los hombres. Llorente, que ha
escrito la Vida de Las Casas, escribió también la Historia de la Inquisición,
que era quien quemaba: el rey iba de gala a ver la quemazón, con la reina y los
caballeros de la corte: delante de los condenados venían cantando los obispos,
con un estandarte verde: de la hoguera salía un humo negro. Y Fonseca y
Sepúlveda querían que «el clérigo» las Casas dijese en sus disputas algún
pecado contra la autoridad de la Iglesia, para que los inquisidores lo
condenaran por hereje. Pero «el clérigo» le decía a Fonseca: «¡Lo que yo digo es
lo que dijo en su testamento la buena reina Isabel; y tú me quieres mal y me
calumnias, porque te quito el pan de sangre que comes, y acuso 1ª encomienda de
indios que tienes en América!» Y a Sepúlveda, que ya era confesor de Felipe II,
le decía: «Tú eres disputador famoso, y te llaman el Livio de España por tus
historias; pero yo no tengo miedo al elocuente que habla contra su corazón, y
que defiende la maldad, y te desafío a que me pruebes en plática abierta que
los indios son malhechores y demonios, cuando son claros y buenos como la luz
del día, e inofensivos y sencillos como las mariposas». Y duró cinco días la
plática con Sepúlveda. Sepúlveda empezó con desdén, y acabó turbado. El clérigo
lo oía con la cabeza baja y los labios temblorosos, y se le veía hincharse la
frente. En cuanto Sepúlveda se sentaba satisfecho, como el que hincó el alfiler
donde quiso, se ponía el clérigo en pie, magnífico, regañón, confuso,
apresurado. «¡No es verdad que los indios de México mataran cincuenta mil en
sacrificios al año, sino veinte apenas, que es menos de lo que mata España en
la horca!» «¡No es verdad que sean gente bárbara y de pecados horribles, porque
no hay pecado suyo que no lo tengamos más los europeos; ni somos nosotros
quién, con todos nuestros cañones y nuestra avaricia, para compararnos con
ellos en tiernos y amigables; ni es para tratado como a fiera un pueblo que
tiene virtudes, y poetas, y oficios, y gobierno, y artes!» «¡No es verdad, sino
iniquidad, que el modo mejor que tenga el rey para hacerse de súbditos sea
exterminarlos, ni el modo mejor de enseñar la religión a un indio sea echarlo
en nombre de la religión a los trabajos de las bestias; y quitarle los hijos y
lo que tiene de comer; y ponerlo a halar de la carga con la frente como los
bueyes!» Y citaba versículos de la Biblia, artículos de la ley, ejemplos de la
historia, párrafos de los autores latinos, todo revuelto y de gran hermosura,
como caen las aguas de un torrente, arrastrando en la espuma las piedras y las
alimañas del monte.
Solo estuvo en la pelea; solo cuando Fernando, que a nada
se supo atrever, ni quería descontentar a los de la conquista, que le mandaban
a la corte tan buen oro; solo cuando Carlos V, que de niño lo oyó con
veneración, pero lo engañaba después, cuando entró en ambiciones que requerían
mucho gastar, y no estaba para ponerse por las «cosas del clérigo» en contra de
los de América, que le enviaban de tributo los galeones de oro y joyas; solo
cuando Felipe II, que se gastó un reino en procurarse otro, y lo dejó todo a su
muerte envenenado y frío, como el agujero en que ha dormido la víbora. Si iba a
ver al rey, se encontraba la antesala llena de amigos de los encomenderos,
todos de seda y sombreros de plumas, con collares de oro de los indios
americanos: al ministro no le podía hablar, porque tenía encomiendas él, y
tenía minas, o gozaba los frutos de las que poseía en cabeza de otros. De miedo
de perder el favor de la corte, no le ayudaban los mismos que no tenían en
América interés. Los que más lo respetaban, por bravo, por justo, por astuto,
por elocuente, no lo querían decir, o lo decían donde no los oyeran: porque los
hombres suelen admirar al virtuoso mientras no los avergüenza con su virtud o
les estorba las ganancias; pero en cuanto se les pone en su camino, bajan los
ojos al verlo pasar, o dicen maldades de él, o dejan que otros las digan, o lo
saludan a medio sombrero, y le van clavando la puñalada en la sombra. El hombre
virtuoso debe ser fuerte de ánimo, y no tenerle miedo a la soledad, ni esperar
a que los demás le ayuden, porque estará siempre solo: ¡pero con la alegría de
obrar bien, que se parece al cielo de la mañana en la claridad!
Y como él era tan sagaz que no decía cosa que pudiera
ofender al rey ni a la Inquisición, sino que pedía la bondad con los indios
para bien del rey, y para que se hiciesen más de veras cristianos, no tenían
los de la corte modo de negársele a las claras, sino que fingían estimarle
mucho el celo, y una vez le daban el título de «Protector Universal de los
Indios», con la firma de Fernando, pero sin modo de que le acatasen la
autoridad de proteger; y otra, al cabo de cuarenta años de razonar, le dijeron
que pusiera en papel las razones porque opinaba que no debían ser esclavos los
indios; y otra le dieron poder para que llevase trabajadores de España a una
colonia de Cumaná donde se había de ver a los indios con amor, y no halló en
toda España sino cincuenta, que quisieran ir a trabajar, los cuales fueron, con
un vestido que tenía una cruz al pecho, pero no pudieron poner la colonia,
porque el «adelantado» había ido antes que ellos con las armas, y los indios
enfurecidos disparaban sus flechas de punta envenenada contra todo el que
llevaba cruz. Y por fin le encargaron, como por entretenerlo, que pidiese las
leyes que le parecían a él bien para los indios, «¡cuántas leyes quisiera, pues
que por ley más o menos no hemos de pelear!», y él las escribía, y las mandaba
el rey cumplir, pero en el barco iba la ley, y el modo de desobedecerla. El rey
le daba audiencia, y hacía como que le tomaba consejo; pero luego entraba
Sepúlveda, con sus pies blandos y sus ojos de zorra, a traer los recados de los
que mandaban los galeones, y lo que se hacía de verdad era lo que decía
Sepúlveda. Las Casas lo sabía, lo sabía bien; pero ni bajo el tono, ni se cansó
de acusar, ni de llamar crimen a lo que era, ni de contar en su «Descripción»
las «crueldades», para que el rey mandara al menos que no fuesen tantas, por la
vergüenza de que las supiera el mundo. El nombre de los malos no lo decía,
porque era noble y les tuvo compasión. Y escribía como hablaba, con la letra
fuerte y desigual, llena de chispazos de tinta, como caballo que lleva de
jinete a quien quiere llegar pronto, y va levantando el polvo y sacando luces
de la piedra.
Fue obispo por fin, pero no de Cusco, que era obispado
rico, sino de Chiapas, donde por lo lejos que estaba el virrey, vivían los
indios en mayor esclavitud. Fue a Chiapas, a llorar con los indios; pero no
sólo a llorar, porque con lágrimas y quejas no se vence a los pícaros, sino a
acusarlos sin miedo, a negarles la iglesia a los españoles que no cumplían con
la ley nueva que mandaba poner libres a los indios, a hablar en los consejos
del ayuntamiento, con discursos que eran a la vez tiernos y terribles, y
dejaban a los encomenderos atrevidos como los árboles cuando ha pasado el
vendaval. Pero los encomenderos podían más que él, porque tenían el gobierno de
su lado; y le componían cantares en que le decían traidor y español malo; y le
daban de noche músicas de cencerro, y le disparaban arcabuces a la puerta para
ponerlo en temor, y le rodeaban el convento armados,—todos armados, contra un
viejo flaco y solo. Y hasta le salieron al camino de Ciudad Real para que no
volviera a entrar en la población. Él venía a pie, con su bastón, y con dos
españoles buenos, y un negro que lo quería como a padre suyo: porque es verdad
que las Casas, por el amor de los indios, aconsejó al principio de la conquista
que se siguiese trayendo esclavos negros, que resistían mejor el calor; pero
luego que los vio padecer, se golpeaba el pecho, y decía: «¡con mi sangre
quisiera pagar el pecado de aquel consejo que di por mi amor a los indios!» Con
su negro cariñoso venía, y los dos españoles buenos. Venía tal vez de ver cómo
salvaba a la pobre india que se le abrazó a las rodillas a la puerta de su
templo mexicano, loca de dolor porque los españoles le habían matado al marido
de su corazón, que fue de noche a rezarle a los dioses: ¡y vio de pronto las
Casas que eran indios los centinelas que los españoles le habían echado para
que no entrase! ¡Él les daba a los indios su vida, y los indios venían a atacar
a su salvador, porque se lo mandaban los que los azotaban! Y no se quejó, sino
que dijo así: «Pues por eso, hijos míos, os tengo de defender más, porque os
tienen tan martirizados que no tenéis ya valor ni para agradecer». Y los
indios, llorando, se echaron a sus pies, y le pidieron perdón. Y entró en
Ciudad Real, donde los encomenderos lo esperaban, armados de arcabuz y cañón,
como para ir a la guerra. Casi a escondidas tuvo que embarcarlo para España el
virrey, porque los encomenderos lo querían matar. Él se fue a su convento, a
pelear, a defender, a llorar, a escribir. Y murió, sin cansarse, a los noventa
y dos años.
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