El pecado de Allende radicó en
no alinearse a ninguno de los polos que indistintamente magnetizaban las esperanzas o los miedos de unos y otros
durante la «Guerra Fría».
En el cielo que se propuso asaltar había cabida para la justicia social, para el apretón de mano entre el obrero y el indio, pero también para los principios de la democracia más universalmente extendidos. Su muerte siempre nos dejará un margen a la duda sobre el camino de aquel modelo chileno que decía a embajadores americanos «recoge la serpentina que tu carnaval pasó», mientras dejaba claro a los predicadores que comían hoces y defecaban martillos: «Chile no será un gulag austral». Los documentos históricos así lo corroboran.«La revolución chilena la haremos en pluralismo, democracia y libertad», repitió el mandatario chileno, democráticamente elegido en 1970, frente a su colega Fidel Castro, como en una declaración de principios.
Corrían los tiempos en que la Unión Soviética se presentaba como guardiana de la receta única e infalibe para la piedra filosofal que transformaría la faz de la Tierra, en el paraíso de los proletarios. Allende, con su formación y cultura política, supo identificar las grandes grietas del modelo del que prefirió mantener distancia, incluso cuando los comunistas dentro de su coalición de gobierno constituyeron el único apoyo a su proyecto.
Para la URSS fue sin dudas un aprendiz de brujo incómodo, que le recordaba a otros herejes notables de entonces, entre los que Titov y Mao sacaban la nota de sobresaliente. Se conoce que la publicación en el Chile de 1972 de La Revolución Rusa, de León Trosky, otro célebre irreverente, causó una tensión diplomática entre Moscú y Santiago, al más alto nivel.(1)
Por otro lado, Allende no escuchó muchas de las recetas soviéticas, entre las que se encontraba el consejo de buscar un acercamiento con Washington. La ayuda material recibida por la URSS fue bastante limitada, incluso rechazó los créditos adicionales que el mandatario chileno había solicitado en la capital rusa durante su visita de finales de 1972. Moscú no creía en las lágrimas de quienes se apartaban de la catequesis de los manuales estalinistas.
El trigo y las balas que la URSS gastaría en el «experimento chileno», estarían mejores invertidos en alumnos más disciplinados, aún cuando el apoyo económico ruso hubiera sido posiblemente decisivo para neutralizar uno de los desencadenantes del complot militar: la asfixiante situación de la economía y el descontento masivo con el gobierno de Unidad Popular, como consecuencias del boicot externo de la administración Nixon y de las compañías americanas en conflicto con las políticas de Allende. En 1973, la situación de inestabilidad y carestía creada en el país sudamericano, motivó a que Leonid Brezhnev hiciera retornar el armamento destinado por la superpotencia comunista para apoyar al gobierno de Unidad Popular en la nación austral, cuando el golpe de Estado organizado por EUA parecía inevitable, según los reportes del KGB.(2)
En el cielo que se propuso asaltar había cabida para la justicia social, para el apretón de mano entre el obrero y el indio, pero también para los principios de la democracia más universalmente extendidos. Su muerte siempre nos dejará un margen a la duda sobre el camino de aquel modelo chileno que decía a embajadores americanos «recoge la serpentina que tu carnaval pasó», mientras dejaba claro a los predicadores que comían hoces y defecaban martillos: «Chile no será un gulag austral». Los documentos históricos así lo corroboran.«La revolución chilena la haremos en pluralismo, democracia y libertad», repitió el mandatario chileno, democráticamente elegido en 1970, frente a su colega Fidel Castro, como en una declaración de principios.
Corrían los tiempos en que la Unión Soviética se presentaba como guardiana de la receta única e infalibe para la piedra filosofal que transformaría la faz de la Tierra, en el paraíso de los proletarios. Allende, con su formación y cultura política, supo identificar las grandes grietas del modelo del que prefirió mantener distancia, incluso cuando los comunistas dentro de su coalición de gobierno constituyeron el único apoyo a su proyecto.
Para la URSS fue sin dudas un aprendiz de brujo incómodo, que le recordaba a otros herejes notables de entonces, entre los que Titov y Mao sacaban la nota de sobresaliente. Se conoce que la publicación en el Chile de 1972 de La Revolución Rusa, de León Trosky, otro célebre irreverente, causó una tensión diplomática entre Moscú y Santiago, al más alto nivel.(1)
Por otro lado, Allende no escuchó muchas de las recetas soviéticas, entre las que se encontraba el consejo de buscar un acercamiento con Washington. La ayuda material recibida por la URSS fue bastante limitada, incluso rechazó los créditos adicionales que el mandatario chileno había solicitado en la capital rusa durante su visita de finales de 1972. Moscú no creía en las lágrimas de quienes se apartaban de la catequesis de los manuales estalinistas.
El trigo y las balas que la URSS gastaría en el «experimento chileno», estarían mejores invertidos en alumnos más disciplinados, aún cuando el apoyo económico ruso hubiera sido posiblemente decisivo para neutralizar uno de los desencadenantes del complot militar: la asfixiante situación de la economía y el descontento masivo con el gobierno de Unidad Popular, como consecuencias del boicot externo de la administración Nixon y de las compañías americanas en conflicto con las políticas de Allende. En 1973, la situación de inestabilidad y carestía creada en el país sudamericano, motivó a que Leonid Brezhnev hiciera retornar el armamento destinado por la superpotencia comunista para apoyar al gobierno de Unidad Popular en la nación austral, cuando el golpe de Estado organizado por EUA parecía inevitable, según los reportes del KGB.(2)
«Lo conocimos y nos conoció.
Nuestras relaciones fueron de gran intimidad política, amistosa y de mutuo
respeto. Nos unió no sólo el antiimperialismo y la lucha por las libertades y
las reivindicaciones y los derechos de la clase obrera y del pueblo, sino
además la aspiración del socialismo para Chile. Naturalmente, siendo un hombre
de otra formación ideológica y de otro partido, aunque prevalecieron
abrumadoramente las concordancias con él, también hubo desacuerdos, no siempre
pensábamos lo mismo ante determinados acontecimientos. Y, en tales casos, no
transigimos él ni nosotros, mantuvimos nuestros respectivos puntos de vista;
pero con la necesaria deferencia y poniendo el acento en el inmenso margen de
nuestros criterios coincidentes sobre asuntos fundamentales».(3)
El siguiente documental, sobre la visita de Fidel Castro a Chile en 1971, evidencia la camaradería de Allende, pero también su sinceridad y ética a la hora de exponer aquellos puntos en desacuerdo con el comunista cubano, así como con su estrategia para la construcción del socialismo. Son conocidas las críticas de Castro a la llamada vía chilena por su falta de ortodoxia.
Pero adivinar un pasado que nunca ocurrió, jamás equivaldrá
a profetizar. La conjetura histórica es
como intentar beber agua con un colador. Ni los pitonisos modernos de
la física cuántica y los universos paralelos, podrán decir jamás cómo hubiera
terminado -sin el golpe de Estado- la vía alternativa chilena, donde derechos, libertades e igualdad de
oportunidades pretendieron al mismo tiempo servir de brújula, amputando los
privilegios de las élites tradicionales, pero sin alquilar las tenazas oxidadas que recetaba el mal llamado «socialismo real» y su experiencia autoritaria. Como tantas
utopías latinoamericanas la de Chile acabó condenada.
A pesar de que, tanto católicos como marxistas-leninistas,
rechazan por razones diferentes el suicidio, en casos como el que nos ocupa tal
acto, lejos de considerarse síntoma de cobardía o debilidad, constituye la
máxima expresión de rebeldía. Una ofrenda de guerrero espartano que antes de
romper su lanza y dejar caer el escudo, opta por echar la última batalla y
entregar la mayor de las fortunas: la vida.
Allende eligió para morir la manifestación suprema de
desacuerdo con el destino que se adivina irrevocable, por designio de Dios, en su
complicidad con los hombres. El presidente constitucional chileno se llevó consigo
las ilusiones de un proyecto truncado y, por tanto, resulta difícil justificar
a quienes lo condenaron, en especial porque el precio para detener el «experimento
chileno» tuvo el coste de una de las dictaduras más sangrientas de la historia
americana. ¿Qué destino hubiera sido peor que el obsequiado por los tanques? Tienen
la palabra los familiares de las más de 31 686 víctimas directas del régimen
pinochetista, jamás condenado por el ministerio de colonias llamado OEA.
Allende es un mártir del socialismo democrático en las tierras
de América. Hoy Chile se ubica entre las sociedades más avanzadas del
hemisferio, y no por las prebendas dejadas por la dictadura, como hacen creer
algunos, sino porque su gente aprendió a mirar de frente si se trata de otorgarle
dignidad a la vida. El estallido social contra el gobierno de Piñera en este 2020, es prueba de ello. En cada una de esas miradas desafiantes habita la
inconformidad sembrada por el régimen de Allende porque no hay atractivo en nuestras mortales
existencias si carecen de la aspiración de darle acabado al imperfecto mundo
que nos ha tocado y que legaremos a nuestros hijos. Esa aspiración es lo que llaman progreso.
(1) «El día en que la URSS presionó a Allende para evitar la publicación en Chile de La Revolución Rusa, de Trosky», en Interferencia.
(2) «Moscú canceló ayuda a Allende, asegura exespía del KGB», en Inter Press Service.
(3) De O’Higgins a Allende. Ediciones Michay, Madrid, España.
(4) Revista Bohemia, 28 de enero de 1953, La Habana, Cuba. (2) «Moscú canceló ayuda a Allende, asegura exespía del KGB», en Inter Press Service.
(3) De O’Higgins a Allende. Ediciones Michay, Madrid, España.
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