A la memoria de mi querida abuela y de la de todos los ancianos fallecidos en residencias durante esta pandemia.
Mi abuela… Mi güela paterna
fue el puente hacia un mundo que con ella se extinguía. Soy un hombre
finisecular. Nací a las puertas del tercer milenio, pero mi abuela fue el
contacto más estrecho con todo ese siglo XX que justo se despedía en el momento
de asomar mi cabeza a esta vida.
María se llamaba. María de la Caridad. ¿Sus apellidos? Ni
ella los recordaba claramente. A veces decía Beltrán Valdés; a veces; Beltrán
Allegue. Supongo que la orfandad materna, desde pequeña, la obligó a olvidar, mecanismo
de defensa útil para quien no puede asirse a nada más que a las semillas propias
que va plantando a su paso.
Su padre, un canario al que le decían Perico, se casó
varias veces. Trató de darle a su hija el calor de madre que le robó la muerte.
Algunas de aquellas madrastras fueron buenas con la chica, otras ni siquiera lo
intentaron.
Por ese paso de hogar en hogar, de abrazo en abrazo ajeno,
mi abuela confundió el apellido que le venía legado por su progenitora, Rita, a
quien apenas conoció, pero cuyo nombre jamás olvidaría, como único cordón
umbilical con su pasado, pues todos necesitamos preservar por lo menos un hilo fino,
un ancla simbólica, un referente mínimo, de la conexión ancestral que nos ata al
polvo cósmico del que venimos y al cual volveremos. Y es que pocos soportan vivir
con el vacío existencial de haber sido paridos por la nada. Por eso, sea mi escrito
como un rompeolas frente a la costa, para salvar un trozo de pasado antes que sea
borrado por las mareas de la desmemoria.
Mi abuela fue, de mi estirpe, la más lejana extensión que
yo conocí. Nació en 1908. Fue una
superviviente de la gripe española que azotó el mundo. Tenía cuatro añitos
cuando se hundió el Titanic y seis, en el momento del estallido de la Gran Guerra, sucesos de los que ella entonces no se enteró en la isla de Cuba,
donde una república fundada en 1902, corría con la misma ingenuidad infantil. La
Patria y mi abuela retozaron juntas. Ambas se consolaron mutuamente de sus
respectivas orfandades. Crecieron a la par, como pudieron, imponiéndose a sus necesidades.
De mí abuela escuché sobre el tiempo de las vacas flacas,
como se conoció en Cuba a la crisis de la primera posguerra, la que golpeó la exportación
azucarera debido a la devaluación de los precios en el mercado internacional. «Comerse
un trozo de pan se volvió un lujo», me decía mi güela. Ella, con poco más de
diez años por entonces, debía reprimir, a base de perretas, su adicción
infantil por los panecillos mojados en agua con azúcar, hasta que una negra como un sol, vecina y amiga suya, se compadeció de su antojo y pidió permiso para recoger los recortes
dejados por los panaderos, al terminar la faena en uno de sus establecimientos
de la ciudad. Aquel regalo constituía un manjar para mí abuela, aunque su padre
ni siquiera dejó que lo saboreara: le lanzó su merienda, vaso de agua con azúcar
incluido, al medio del patio. Perico no podía permitir que su hija comiera
sobras recolectadas en una panadería, posiblemente -según él- contaminada por ratas y cucarachas
durante toda la noche. Así se prolongaría, día tras día, la agonía de María por
un cacho de pan.
Esa era la clase de historias que me contaba mi abuela,
quien también era huérfana de fábulas y cuentos infantiles. No le escuché jamás
ninguno de esos relatos fantásticos, posiblemente por la carencia suya de una voz
maternal que cada noche pusiera a prueba su imaginación en la infancia. A falta
de duendes y príncipes, las narraciones que legó a su nieto iban cargadas con
el atractivo de quien, a lo largo de 97 años de vida, vio toda una centuria que
cambiaba la faz de la Tierra, estrechaba los confines de lo desconocido y mediante
la irrupción de los medios masivos, hacía explotar a plenitud el sentido de la espectacularidad
sobre lo cotidiano que tanto nos cautiva a los mortales. En realidad, ella gran narradora -con estudios muy básicos- nunca fue, pero supongo que el haber tenido siete hijos y no sé cuántos nietos, la ayudó a desarrollar cierto olfato para reconocer aquello digno de ser contado, para captar la atención de los pequeños.
El repertorio de relatos tenía una muy diversa composición
y podía desatar en mí los más disímiles sentimientos. En aquellas siestas
forzadas para niños rebeldes, mi abuela me intrigaba con los sucesos de Matías Pérez, el personaje popular que desapareció en un globo aerostático en el siglo
XIX. De igual manera, era capaz de enternecerme en llanto, mientras me hablaba
sobre la vida del perro japonés Hachiko, el que esperó nueve años en la
estación a su dueño fallecido. Tampoco faltaba el humor negro, principal
ingrediente de aquella narración sobre un cadáver que se sentó, cuando abrieron
su propio ataúd, horrorizando a todos los presentes en el velatorio, quienes
luego del susto, descubrieron que la contracción había sido consecuencia de los
gases del cuerpo en descomposición y del exceso de presión en el cinto del muerto en el pantalón.
Igualmente, en las mecedoras de nuestro enorme portal, ella
me contó sobre unas famosas siamesas que combinaban su singularidad natural con
el talento para el espectáculo circense, convirtiéndose en foco de atracción en
varios países. No puedo precisar a quiénes se refería en concreto tal historia.
Posiblemente ni mi propia abuela podía dar nombres. De todas formas, ello resultaba
irrelevante. Nunca le pregunté porque en aquel relato, el interés infantil
recaía sobre los caprichos de la naturaleza humana y sus formas. «Y así mismo, con
los cuerpos unidos, llegaron incluso a tener maridos»; enfatizaba mi güela, en medio
de mi mentalidad infantil, como para contagiarme con su asombro.
Con el tiempo llegué a deducir que tal vez las
protagonistas de tal narración pudieron haber sido Daysi y Violeta Hilton, dos hermanas
inglesas que compartían la pelvis, las nalgas y la circulación sanguínea. Habían
nacido en el mismo año que mi güela y durante la primera mitad del siglo XX,
lograron alcanzar cierta popularidad porque, además de lo curioso de su estructura
anatómica, se dedicaban a tocar el saxofón por pueblos y ciudades de Estados
Unidos, nación a la que Cuba estaba muy vinculada por entonces. Las Hilton,
aunque finalmente murieron en la pobreza, llegaron a ser muy conocidas por apariciones
en varias películas de la época, cuando visitar el cinematógrafo constituía la
mejor diversión, para quienes -como mi abuela- en esos momentos disfrutaban de sus
años mozos.
En ese momento aquella viejita abría los ojos como si
tuviera la gran ola frente a sí y entonces, me susurraba: «Pero el mar regresó.
¡Y arrasó todo! ¡Y no quedó nada!¡No dejó ni siquiera títere con cabeza!» Sin dar
estadísticas, el sentido empírico de lo dramático en mi güela, me permitía
imaginar lo trágico de una catástrofe que engulló a toda una ciudad, con 3000
de sus habitantes adentro, quienes no fueron evacuados -según dicen- porque a la
compañía ferroviaria encargada de tal tarea no le habían pagado 500 miserables
pesos, una verdadera fortuna en la época.
Sin embargo, la mayor lección que nos transmitió nuestra abuela,
quien no renegó de su fe ni cuando el comunismo confinó por decreto la religión
al ámbito doméstico, venía justo como moraleja que ella misma agregaba a dicha
leyenda: no necesariamente los verdaderos cristianos son los que van a las
iglesias porque la fe no se esconde detrás de fanáticos ni de campanarios, sino
que habita en el costado izquierdo del pecho.
El contacto con las personas de la tercera edad resulta muy
necesario, en tanto extiende el sentido de familia y por consiguiente, de comunidad,
más allá del nexo directo -y a veces egoísta- con nuestros padres e hijos.
Crecer a la sombra de nuestros viejitos fortalece lazos identitarios y educa
afectivamente a los más jóvenes, al tener que interactuar con integrantes de generaciones
más mayores y por ley natural, con cosmovisiones totalmente distintas.
Por eso, me preocupa que, especialmente en el llamado
Primer Mundo esté de moda que los viejos mueran en soledad o acompañados por
extraños, sin contacto con sus retoños, como desahuciados de la participación social,
sin recompensa por el esmero de dar y forjar vidas. Me parece abominable los casi 20 000 adultos
mayores fallecidos en soledad en residencias españolas, como consecuencia de
estrategias negligentes, para enfrentar el coronavirus en dichas instituciones, donde los
ancianos ni siquiera pudieron tener una despedida por parte de sus familiares. El
fallecimiento de todos esos mayores no puede llegar a normalizarse. De lo
contrario, las sociedades contemporáneas estarían más cerca de una diabólica
forma de eugenesia geriátrica, en nombre del envejecimiento demográfico y los
gastos sociales.
Pero el abandono y aislamiento de la vejez no solo me
preocupa por las personas mayores, sino también por el mañana de las sociedades
donde ello sucede. Se están cohibiendo de su propia savia. Están extirpando sus
vasos comunicantes con el pasado, lo cual no puede generar otra cosa que
individualismo y fractura social. No me imagino qué saldrá de toda una
generación de chicas y chicos, crecidos con abuelos en residencias o aislados
al cuidado exclusivo de auxiliares domésticos ajenos a la célula familiar.
Sólo de una cosa me encuentro convencido: el futuro nunca llegará si crece huérfano de historias.
Sólo de una cosa me encuentro convencido: el futuro nunca llegará si crece huérfano de historias.
Lo peor es que la forma de vida en la actualidad, no te deja otra opción que confinar a los ancianos en instituciones aunque no quieras.
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