El colonizador español Sebastián Belalcázar tiene el mérito de haber fundado varias ciudades sudamericanas, pero se le recuerda también por varios crímenes contra los nativos, lo que provocó la destrucción de su estatua en Colombia.
El tsunami contra las estatuas, desatado a raíz del Black
Lives Matter, ha llegado a Latinoamérica, con la estela de polémicas
que ha venido dejando el derribo de monumentos asociados al racismo y al
colonialismo en diferentes partes de Europa y Estados Unidos. Esta semana un grupo de indígenas Misak, habitantes ancestrales de la región del Cauca, en el sur de Colombia, derribaron una escultura en memoria de Belalcázar, quien tiene el mérito de haber fundado dos de las principales ciudades del actual Ecuador, Quito y Guayaquil, además de otras dos urbes pertenecientes al territorio colombiano: Cali y Popayán.
No obstante, a pesar de las glorias atribuidas al europeo, también se le señala por su complicidad en el asesinato de 800 000 personas en los territorios de América Central, desde su rol de segundo jefe de las tropas al mando de Pedrarias Dávila, Hernández Córdoba y Francisco Pizarro, respectivamente, entre 1514 y 1524, según una columna del historiador Alberto Ramos Garbiras, citada por el diario El Tiempo.
En ese rotativo, se citan otras denuncias del propio historiador contra Belalcázar que invitan a reflexionar. ¿Cómo pudo erigirse en pleno siglo XX una estatua a alguien que usó perros para destrozar indios, cuando no cumplían con sus contribuciones en oro? ¿Cómo en una nación soberana de la talla de Colombia, una de las cunas de la independencia sudamericana, pudo sobrevivir hasta ahora esta clase de monumentos a un sujeto con la reputación de haber esclavizado mujeres y provocar guerras tribales en su propio beneficio? ¿Cómo es que en la capital del Cauca a nadie antes le causó picor encontrar una escultura de un tipo que tiene sobre sus espaldas el haber mandado a ejecutar cruelmente a integrantes de su propio bando como el militar Jorge Robledo, por simple inquina personal, según se dice?
La respuesta resulta sencilla. Las élites latinoamericanas durante siglos se han identificado exclusivamente con la innegable aportación de los europeos a nuestras sociedades complejas y culturalmente mestizas, formadas sobre el resultado del violento choque de contrarios. Esa identificación con lo que desde una perspectiva eurocéntrica se denominó «civilización», tuvo lugar minimizando, justificando o abiertamente silenciando el coste que para los pueblos «bárbaros» tuvo la destrucción de sus modos de vida y lo que es peor: el exterminio de muchas de sus comunidades.
Pero el mundo ha cambiado. El tsunami de esculturas ha evidenciado el nivel de conciencia de la mayoría de las sociedades contemporáneas, con respecto a los valores más avanzados de nuestro tiempo, los que nos hacen estar -para suerte nuestra- un paso por delante de las personas de siglos anteriores. Vivimos en una época en la que podemos sentirnos privilegiados al pararnos sobre el faro de unos derechos humanos universales, sobre el reconocimiento de la no superioridad de un pueblo sobre otro por razones étnico-culturales, sobre el principio mundialmente aceptado de que ningún grupo humano tiene la potestad de subyugar a otro y mucho menos de esclavizarlo…
Todas esas son conquistas recientes, fruto de un largo camino de evolución histórica, ilustración y empoderamiento de los oprimidos. Por supuesto, a nadie se le escapa el detalle de que a Sebastián Belalcázar le tocó vivir en un mundo distinto con reglas muy diferentes.
Sin embargo, tal argumento no permite que alguien, frente al espejo del sistema de valores de nuestro tiempo, venga a presentárnoslo como héroe y a pregonarnos sus estatuas en los sitios públicos donde educamos a las futuras generaciones, esas que tienen el reto y la responsabilidad de mejorar el mundo que les legamos.
Desde ese punto de vista, resulta contraproducente y hasta injusto que de manera acrítica sigan existiendo monumentos que rindan culto a personalidades con méritos para la época que les tocó, sí, pero con acciones en sus biografías, irreconciliables con los principios que debemos inculcar a los jóvenes.
Por eso, entiendo que si las autoridades colombianas durante décadas postergaron la tarea de colocar en su justo sitio el pasado de su pueblo, con sus luces y sus sombras, ahora, como forma de poner el dedo sobre la llaga, una minoría de esa gran nación multicultural que es Colombia, haya decidido pasar a la acción con un acto que muchos consideran vandálico. ¿Pero el vandalismo de lo simbólico acumulado por tanto tiempo a cuenta de quién lo ponemos?
La estatua derribada en el Cauca parece que tan solo será la primera de muchas otras que caerán en Latinoamérica, una tierra donde la revisión crítica de nuestra propia historia sigue siendo en muchos aspectos una página pendiente. Más vale ir pensando en alternativas para resignificar los monumentos a conquistadores y colonizadores. No soy partidario de arrancarles cabezas ni demoler pedestales porque ellos también forman parte del testimonio de otras mentalidades y otros tiempos. No hacemos nada con destruir la piedra, sino no se logran cambiar los pensamientos que giran en torno a ellas.
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