Menú

BARRA DE TRADUCCIÓN Y REDES SOCIALES

Selecciona tu lengua Siguenos en FacebookSíguenos en Twitter Siguenos en YouTubeEnglish French GermanItalian DutchRussian Portuguese JapaneseKorean

Tradiciones trinitarias, relato inspirado en la leyenda de una de las primeras villas del Caribe

Inspirado en una leyenda de Trinidad, en el centro de Cuba, os dejo con este relato de ficción sobre acontecimientos reales o, por lo menos, registrados por la tradición oral en una de las primeras villas fundadas por los españoles en el Nuevo Mundo.
El diablillo de la pared
El diablillo volvió a sacar su tridente. Sí, justo aquella noche cuando por fin el médico se disponía a consumar su matrimonio. Bien le habían advertido que estrenar la mansión durante su luna de miel no parecía lo más aconsejable en aquella casona trinitaria que tanta infelicidad había provocado a sus antiguos propietarios, según los cotilleos de todos en la villa.
El diablo lo miraba. Y pensar que el doctor ya llevaba gastado todo un capital para desterrar aquel revoltijo de tintas de la pared. A pesar de ello, la figura sobre el muro se negaba a desaparecer.
Rebrotaba siempre sin importar la tonalidad ni el compuesto químico de base, incluso sobre aquellas pinturas consideradas las más revolucionarias de la industria,como la traída directamente desde California, dos años antes de la boda, en 1897, cuando el médico aprovechó una pasantía, para abastecerse de todo aquello que la modernidad americana podía ofrecer a un hombre como él, ya por entonces con planes de retirarse a la buena vida del matrimonio y la familia.
Contaba con 12 o 13 años el médico cuando oyó por primera vez sobre el pequeño demonio. Ni siquiera sospechaba entonces que un día el palacete pasaría a sus manos en forma de herencia. En fin de cuentas, su familia camagüeyana y los Morell de Trinidad, propietarios originales de la mansión, tan solo permanecían unidos por un simple hilacho de consanguinidad, tan desgastado en el tiempo que tal vínculo a aquellas alturas de la vida tenía un mero carácter simbólico, sustentado menos por los afectos que por la conveniencia hipócrita de la asociación con cualquier apellido de abolengo.
Don Diego Morell, Marqués de Puerto Casilda, había sido el primer propietario de la mansión trinitaria que ahora el médico habitaba. Antes de hacerse de una de las mayores fortunas de la Cuba colonial y de comprarse su título nobiliario ese tío-tatarabuelo del doctor había llegado al Caribe con una mano delante y otra detrás, procedente de Tarragona. La suerte, su buena cabeza para las cuentas y, según dicen, el asesoramiento espiritual en torno a las fuerzas oscuras, le abrieron las puertas del dinero.
De acuerdo con lo que por siglos se contó en la familia, el Marqués de Puerto Casilda había comenzado como un simple mayoral en una de las fábricas de azúcar del Valle de los Ingenios. Allí conoció a Francisquito, un esclavo que dominaba los secretos de la santería y que muy pronto ganó la confianza de Diego Morell, hasta el punto de que este un buen día, no se sabe cómo ni por qué, terminó comprando al negro para su propio servicio, convirtiéndolo en criado doméstico, vistiéndolo de lino blanco, librándolo del calor del cañaveral y del acecho del látigo. En aquel entonces la capacidad del morenote para influir sobre su amo quedó por primera vez más que evidenciada.
Dicen que el esclavo había sido un brujo yoruba de mucho prestigio antes de que lo forzaran a venir a Cuba. Al parecer su control de la brujería constituyó una de las claves de su poder sobre quien se convertiría en el Marqués de Puerto Casilda.
Francisquito abrió los ojos a su señor sobre lo oportuno de aprovechar, desde tierras trinitarias, los estragos que la Revolución de Haití había provocado a la industria azucarera. El esclavo había recibido de sus ahijados de fe testimonios sobre la situación en la vecina isla caribeña y ello lo convenció de que las calamidades de allá, podían emerger como bendiciones para su amo, lo cual encajaba también perfectamente en sus propios planes personales.
Morell invirtió. Con la reputación de buen catalán-ahorrador que supo forjarse, recibió apoyo económico de criollos y de otros españoles. Compró mano de obra, haciendas e ingenios. En tres años logró pagar todas sus deudas, en tanto Cuba se convertía efectivamente, en la meca del azúcar desplazando a Haití, como había predicho el negro-brujo, quien ahora, en vez de lino, vestía de seda en pleno verano tropical, mientras llevaba tras de sí a otra esclava, encargada de sostenerle el paraguas, para protegerlo del sol, mientras se desplazaba entre trapiches y cañaverales, supervisando las tareas de un negocio que parecía tan propio, como del ya por entonces Marqués de Puerto Casilda.
Para esa época todo el mundo rumoreaba del extravagante vínculo entre Don Diego y su mucamo. En una villa con tantos feligreses nadie veía con buenos ojos a un patrón blanco arrastrado a las prácticas de la brujería. Así, con una generosa donación para las obras de la Iglesia Mayor el señor Morell  trató de comprar el silencio de la voz más escuchada por aquellos lares: Monseñor Sebastián Romero.
Por intermediación de Romero, Don Morell contrajo nupcias con Rita Allegue, devota feligresa de familia acomodada. La chica durante años había estado valorando la posibilidad de meterse a monja, por lo que su reputación de beata ayudaría a disipar los comentarios sobre el hacendado y sus vínculos con las fuerzas ocultas. 
Además, el cura logró convencer a Morell para que enviara a su mucamo hacia una de sus fincas, en lo más remoto del valle, hasta que fuera olvidado por la memoria colectiva de la villa.
Sin embargo, el alejamiento del sirviente sería breve y determinados chillidos desde Palacete Morell anunciarían a todos su regreso. La que gritaba era la marquesa, quien muy rápido pasó página a su historial de mojigata de capillas, para en su lugar, encontrar la forma de divertirse, cada vez que Don Diego se veía obligado a marchar fuera de la villa, dejando encargado a su esclavo mucamo, para que su esposa quedara a buen recaudo.
Al principio Doña Rita le tenía miedo a aquel negro, consciente de su mala fama como apoderado de las fuerzas oscuras del más allá. Luego, tal vez la soledad y la falta de atención marital la hicieron ceder, hasta el punto de que toda Trinidad se enteró del excesivo esmero con que Francisquito atendía a su ama.
Con tales gemidos de felicidad resultaba inevitable que hasta ceibas y sinsontes se pusieran al corriente. Todos menos el marido, como suele suceder en estos casos. La buena suerte les duró a los amantes, hasta un día que Don Diego se vio obligado por un huracán a regresar a casa, antes de lo esperado. Así sorprendió a su mujer amancebada con su criado. 
No fue por ella, sino por él. Cuentan que el catalán no pudo controlar su rabia. El Marqués de Puerto Casilda disparó varias veces, justo en la alcoba donde siglos después su sobrino-tataranieto camagüeyano, el médico Ángel Miguel, se vería imposibilitado de consumar su matrimonio.
Dicen que Francisquito, como poseído, ni se dio por enterado frente a aquellos rafagazos. Cuentan que al parecer las balas no lo mataban. Sangrando, pero con todas sus energías el esclavo apuñaló a su amo, quien en el último minuto de vida lanzó otro proyectil contra el brujo. 
Aquella bala sí sería la definitiva. El negro antes de morir dejó una mancha de sangre en la pared, de la cual, con el paso de las semanas, para horror de todos, emergería la imagen del diablillo que durante cinco generaciones provocaría dolores de cabeza a los moradores de aquella mansión que, por vericuetos testamentarios, había terminado en manos del doctor Ángel Miguel.
Ahora el médico recordaba una y otra vez tal historia familiar, mientras su esposa hacía no sé cuántas acrobacias bajo la sábana de recién casados. Mas aquel diablo que, durante tantos años intentaron desterrar de la pared, volvía a mostrar su cola. Él o yo. Juan Carlos gritó al brincar de la cama, para susto de su esposa que ahora lo miraba sin entender cuál había sido su falta. El doctor comprendió que, si aquella figura del muro continuaba en pie, su virilidad jamás volvería a levantarse.
El honorable médico decidió emprender un singular exorcismo, el más básico desde que se conoce de la lucha de los mortales contra las fuerzas ocultas. Despertó a media villa en plena madrugada, mandarria en mano. Abrió un agujero por el que todo el gentío desde la calle tuvo la oportunidad de contemplar la intimidad de aquella alcoba matrimonial. El afamado doctor, como poseído por todos y cada uno de los rumores que durante siglos azotaron la que era ahora su casa, había convertido en escombros al demonio voyerista de sus pesadillas de recién casado.    

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Ya que has llegado hasta aquí, BP agradecería tus comentarios y sugerencias.