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Lydia Cabrera y el diablo en La Habana

Versión de una leyenda habanera que la famosa escritora y etnógrafa Lydia Cabrera contara en una de sus tantas entrevistas.
Hay personas que no pueden ser borradas de la genética de los pueblos, porque sus aportes al conocimiento de las identidades colectivas trascienden academicismos de doctores con togas y gafas, para instalarse en la forma en que la gente común se descubre a sí misma, mediante sus prácticas cotidianas.
En tal sentido, la ensayista, narradora y antropóloga Lydia Cabrera (La Habana, 1899 -Miami, 1991) tiene lugar de honor en el redescubrimiento de una de las principales fuentes nutricias, no solo de la identidad cubana y del Caribe insular, sino de toda la América Latina, la cual se encuentra en deuda con esta investigadora cubana quien, pasando por encima de muchos de los prejuicios raciales de su tiempo, asumió la tarea de reivindicar la herencia africana.
Lydia junto al maestro Don Fernando Ortiz, considerado el tercer descubridor de Cuba por sus aportes al conocimiento de la cultura afro y demás componentes de la identidad isleña.  
La obra de Lydia, junto con la de Don Fernando Ortiz, se encuentran entre las más valiosas desarrolladas en la Cuba de la primera parte del siglo XX, sobre la persistencia del legado esclavo en la cultura cubana. Sus trabajos de corte lingüístico y antropológico aparecieron en prestigiosas revistas francesas, así como en Orígenes, la publicación que nuclearía a lo más avanzado de la intelectualidad de la isla en la época prerrevolucionaria.
Lydia Cabrera realizó varios trabajos de campo en diferentes zonas de Cuba.
Lydia se metió, sin complejos ni tabúes, en lo más profundo del mundo negro cubano. Para ello, visitó diferentes regiones de la isla como parte de su trabajo de campo. Incluso, su labor llegó a seducir al propio Federico García Lorca, durante la estancia de este en Cuba. La antropóloga arrastró a su amigo granadino hasta un ritual afrocubano, donde según lo que él mismo contaría años después, tuvo la oportunidad de contemplar estupefacto la reacción de uno de los participantes, poseído por un espíritu. A Lydia y a su «negrita», refiriéndose a la empleada doméstica de la antropóloga, Federico dedicaría «La casada infiel», de su Romancero gitano.
Pero García Lorca no sería el único deslumbrado por la labor de Lydia. La cubana recibiría varios doctorados honoris causa, incluido uno de la Universidad de Miami, ciudad donde la escritora se exilió en la última etapa de su vida, por desacuerdo con el sistema político instaurado en su país natal. También Guillermo Cabrera Infante, Premio Cervantes de Literatura 1997, le rendiría tributo al incluir la voz literaria de la investigadora en su célebre libro Tres tristes tigres. Mucho antes de todos esos laureles, Lydia ya había sabido conquistar a un buen número de lectores franceses porque varios de sus primeros textos fueron publicados en Francia, en la lengua de Lévi-Strauss, en una época como la primera mitad del siglo XX, cuando todo lo relacionado con lo afro se había puesto de moda en París.
Los estudios en París y su paso por Europa fueron decisivos en la formación y posterior trayectoria de Lydia Cabrera.
Sin embargo, ese interés por lo negro en la meca de la cultura europea, para Lydia no fue una simple racha, de esas que sirven a los escritores con escasas motivaciones intelectuales o literarias, para buscarse el sustento económico o como medio para abrirse paso en el campo académico. Sus contactos con el mundo afro venían de muy atrás, por lo que antes de comenzar sus estudios en la Ecole du Louvre, aquella joven que terminaría escribiendo Cuentos negros de Cuba, ya llevaba consigo a la Ciudad de la Luz una maleta repleta de influencias que acabarían enrutando sus inquietudes investigativas de por vida.
Lydia Cabrera junto con Wilfredo Lam, uno de los pintores cubanos más reconocidos internacionalmente.
No hubiera podido ser de otra forma, en tanto durante su infancia, Lydia solo se iba a la cama cada noche, después de escuchar alguna leyenda de esclavos, contada por su nana negra, una liberta que tuvo contacto directo con los africanos arrastrados al Caribe por el tráfico negrero. La historia que versionamos a continuación probablemente fue uno de los tantos relatos que acurrucaron a aquella niña que acabaría por convertirse en la voz femenina más importante de la etnografía cubana.
El diablo de la ventanera
Las callejas de La Habana antigua tienen nombres muy bonitos. Por ejemplo, hay una que se llama la Calle del Sol. En esa arteria capitalina vivía en la época colonial una muchacha verdaderamente hermosa que acostumbraba a estar siempre en su ventana, era una ventanera, como decían por entonces.
Un día el diablo pasó por allí y se enamoró de la muchacha. Luego volvió a pasar, ya muy bien vestido para que no lo reconocieran, y habló con la madre de la chica, para pedirla en matrimonio.
Finalmente, el príncipe de las tinieblas se salió con la suya. Logró llevarse a la muchacha. Ambos marcharon al puerto habanero, subieron a un guadaño y empezaron a remar. Pero la alegría de aquella improvisada luna de miel acabaría rápido. Mientras se alejaban de la costa la joven empezó a observar confundida cómo los pies del marido se convertían en el rabo de una serpiente.
Aquella metamorfosis se acentuaba mientras más atrás dejaban la tierra firme. El terror se apoderaba de la habanera. Sin embargo, tal vez por el miedo o por nerviosismo, la chica reaccionó simplemente cantando este son:
«Mamita, mamita. Yen-yen-yen. La culebra me lleva. Yen-yen-yen.»
Ante lo que el esposo de la chica, con voz de quien gusta de hacer diabluras, continuaba la estrofa con la misma melodía:
«Mentira, mi suegra. Yen-yen-yen. Así son las piernas en mi tierra. Yen-yen-yen.»

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