Comentario periodístico sobre los
tópicos en torno al acento andaluz en la sociedad española actual.
España, que en su día llegó a ser el
imperio donde nunca se ocultaba el sol, terminó eclipsada con una mano delante y
otra detrás, reducida a los confines de donde mismo había emergido como Estado
moderno: la geografía ibérica, más algunos vestigios de su pasado ultramarino
como Canarias, Ceuta y Melilla. Sin embargo, incluso allí, en las tierras
ibéricas donde se le vio nacer, España enfrenta, en pleno siglo XXI,
nacionalismos y separatismos que amenazan con balcanizarla.
¿Cómo es posible que tras tantos siglos
de coexistencia sigan emergiendo con tanta fuerza las contradicciones entre la
identidad nacional y las regionales? ¿No será acaso que esa ansiedad homogeneizadora
de lo nacional español ha resultado contraproducente con la esencia de un país
históricamente diverso desde sus orígenes? Resulta lamentable que a estas
alturas de la vida haya españoles que aún se escandalicen ante la decisión del gobierno
de contar con una ministra portavoz cuyo único pecado consiste en ser
consecuente con el acento que hace irradiar sus raíces.
Las contradicciones en
la política lingüística estatal revelan constantemente en las diferentes regiones
la asignatura pendiente de las Españas, para aceptarse a sí mismas, frente al
espejo de lo heterogéneo, donde se refleja como una nación única, gracias a la variedad de sus influencias históricas y al crisol de identidades que en nuestros días la integran.
Andalufobia:
apuntar alto para golpear abajo*
Se ha convertido en otro de los
clásicos del confinamiento. Cada rueda de prensa de Mª Jesús Montero, portavoz
del Gobierno, viene acompañada de una avalancha de tweets, comentarios de
tertulianos y hasta artículos de prensa que hacen mofa del acento de la
ministra sevillana o afirman sentirse ofendidos por su habla. La andalufobia en el contexto de los medios de comunicación no es nada
nuevo, por desgracia, como no es nuevo el intento de maquillarla
diferenciando, como decía Arturo Pérez-Reverte esta misma semana en un tweet, el «acento andaluz» de «la vulgaridad y bajunería expresiva».
No deja de sorprender, sin embargo,
la facilidad con que dichos argumentos penetran incluso en las intervenciones
de periodistas andaluces. Por ejemplo, el pasado 22 de abril, Carlos Navarro
Antolín, subdirector del Diario de Sevilla, se mofaba en las páginas de su periódico del
acento de la ministra:
[…] Pero al final el Ejecutivo se
rajó. Y ha dado una suerte de barra libre con la condición de que los menores
vayan con «adurtos», que es como se refiere la ministra Montero a los mayores de edad. Está
claro que no es lo mismo un adulto que un «adurto».
Ante tales declaraciones, uno se
imaginaría a su autor como un perfecto castellanohablante con una entonación
tan neutra como la de Ana Blanco en su locución del Telediario 1. Basta, sin
embargo, buscar alguna intervención del señor Navarro Antolín en televisión,
como ésta en Trece TV -cómo no- para comprobar que no es
así. ¿Será que el señor Navarro escucha adurto en la voz ajena y nunca arcarde
en la propia?
No se trata aquí de ridiculizar el
acento del señor Navarro, ni mucho menos. Se trata de reflexionar sobre qué le
conduce a despreciar públicamente la «vulgaridad y bajunería expresiva» (sí, él fue uno de los que
compartió entusiasmado el tweet de Pérez-Reverte) de una ministra con la que
comparte la misma tendencia a sustituir verbalmente la L por la R cuando
aquélla precede a una consonante.
La andalufobia no pretende borrar Andalucía de la faz
de la tierra, sino reproducir un orden que la subordina a una posición de
inferioridad y dependencia
Una buena respuesta la encontramos
en el concepto de autoodio: el sentimiento de rechazo que siente un individuo
perteneciente a un grupo social de bajo estatus, ante características propias
consideradas inferiores a las de los grupos dominantes. El repudio del habla propia
por parte de algunos andaluces estaría motivado, así, por su identificación con
(o deseo de pertenencia a) una idealizada élite, de perfecta pronunciación
castellana, libre de los estigmas que históricamente han cargado las y los
andaluces: incultura, vagancia, falta de seriedad y, ante todo, pobreza.
Dejando de lado el caso del señor
Navarro, podemos ahondar algo más en las causas de tanta crítica exasperada a
la forma de hablar de Mª Jesús Montero y de muchas otras figuras públicas
andaluzas. Podemos dar por descontado que no pretenden, a estas alturas,
cambiar el acento de toda una ministra de Hacienda. Quienes tienen una posición
de poder y estatus tan consolidada no tienen ya necesidad alguna de impostar un
acento neutro para justificar su mérito y capacidad -esto es, para acreditar
que no cumplen el estereotipo de andaluz inculto, vago y mísero. ¿Qué buscan
entonces estos ataques?
Un acento andaluz escandaliza,
rechina o sorprende cuando da una rueda de prensa desde Moncloa, pero no cuando
te lee la lista de tapas, te da el precio de los tomates, o te pregunta dónde
te lleva el taxi. La andalufobia no pretende borrar Andalucía de la faz de la
tierra, sino reproducir un orden que la subordina a una posición de
inferioridad y dependencia. Por eso sus dardos, aunque apunten aparentemente a
personas visibles y poderosas, golpean a las que no lo son. Cuando repiten mil
veces que pronunciar «adurto» o «supermercao» es algo impropio de un cargo de
responsabilidad, lo que hacen es recordarte (a ti, que también dices «adurto” o «supermercao») que no eres merecedor de un empleo
mejor. O convencerte de que quienes tienen un acento más cerrado que el tuyo
-gente de zonas rurales empobrecidas o de esos barrios que nunca pisas- no
pueden vivir de otra manera.
Cuidado con el autoodio, no sea que nos condene a ser,
por enésima vez, los perdedores de la reconversión que viene.
En un momento en el que la
construcción, el turismo y la hostelería, pilares de la economía andaluza
después de décadas de desindustrialización, entran en la mayor crisis de su
historia, reproducir o tolerar discursos andalúfobos es hipotecar el futuro de
Andalucía. De esta pandemia nacerá una nueva estructura económica,
probablemente ligada a algún tipo de relocalización industrial, de transición
energética y de impulso a las telecomunicaciones. Sectores que hasta hoy, por
su alta intensidad tecnológica y relativo mejor salario, tal vez algunos
consideren incompatibles con un acento tan vulgar y chabacano. Cuidado con el
autoodio, no sea que nos condene a ser, por enésima vez, los perdedores de la
reconversión que viene.
Desde Andalucía tenemos muchas
críticas que hacer a la exconsejera y ministra Montero. Muchísimas. Pero no
podemos tolerar ni un solo ataque a su acento ni a sus expresiones. Porque esos
ataques no atizan el odio al poderoso, sino el desprecio a nuestras abuelas, a
nuestros padres, a las enfermeras a las que aplaudimos, a los agricultores y a
las cajeras del súper. A todas aquellas que sufren la precariedad y la pobreza,
dos elementos que siguen definiendo la identidad andaluza tanto o más que la
forma de pronunciar la palabra «adulto».
*Publicado originalmente por
Jesús Jurado en El Salto Diario.
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