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🎸🤘🎼🎵Pentagramas del mundo hispano: oda al abuelo asturiano

Esta es la canción que la compositora Liuba María Hevia dedicó a su abuelo, un inmigrante asturiano «aplatanado» en las Antillas. El tema musical resume la historia de millones de españoles que marcharon a hacer las Américas en busca de una mejor vida.
Porque ya lo dice la canción «con las glorias se olvidan las memorias». Hoy que España es un país de la Unión Europea, con democracia y euros en los bolsillos, las nuevas generaciones muchas veces olvidan cuando fueron sus parientes quienes tuvieron que hacer las maletas. No los culpo puesto que los hombres son menos hijos de sus padres que de sus circunstancias. Los jóvenes españoles han crecido en las últimas tres décadas viendo en su tierra a latinoamericanos limpiando mesas en los bares o cuidando ancianos, cuando nadie más lo puede o quiere hacer. Han visto que los latinos son los migrantes de hoy. Lo asumen como una realidad inamovible y eterna. Como si nunca la historia hubiera sido a la inversa.
Por suerte, allí siempre estará la memoria para quien se digne a consultar los libros, en uno de los países europeos tradicionalmente con menos hábito de lectura, según estadísticas. De todas formas, para esos que se aburren leyendo siempre habrá cantos de la sangre que les recuerden los nexos entre ambas orillas del Atlántico, los cuales persisten por encima de las poses de «nuevos ricos» y niños pijos. Tal es el caso de este tema musical de la cantautora cubana Liuba María Hevia, quien se inspiró en la historia familiar propia como tributo a su abuelo inmigrante.
«Con los hilos de la luna» resalta, mediante el refinado lirismo al que nos tiene acostumbrado esta trovadora, el aporte cultural, pero más que nada familiar y emotivo, que los emigrantes españoles trajeron a costas de naciones como Cuba, México, Argentina, Venezuela, Chile, Panamá… Casi toda la América Latina fue hasta la segunda mitad del siglo XIX destino preferente para quienes escapaban de las terribles condiciones de una España a la cola de la Europa Occidental, con formas semi-feudales de servidumbre, inestabilidad política, conflictos bélicos, oscurantismo religioso y especial atraso en lo rural.
Como el protagonista de la canción de Hevia, esos emigrantes que llegaron a las Américas tuvieron el mérito de mantener vivos los nexos entre los pueblos hispanos y la Madre Patria, una vez que los vínculos coloniales se desmoronaron definitivamente con el desastre del 98: el Imperio Español pasó de ser la tierra donde nunca se ocultaba el sol, a eclipsarse a sí mismo en su propia mediocridad (y la de sus Borbones), incapaz incluso de retener en su órbita a tres pequeños archipiélagos como Cuba, Puerto Rico y Filipinas.
Pero la herencia de España, sin rencores, siempre ha retoñado entre sus hijos del otro lado del océano. Y los inmigrantes gallegos, asturianos, canarios, vascos y catalanes jugaron un papel fundamental a la hora de abonar la semilla de identidad traída un día por la espada y la cruz, simiente que con nuevas formas terminó germinando con savia propia, diferente, en cada uno de los pueblos hispanos. Los vínculos entre Hispanoamérica y la Península Ibérica encontraron continuidad en estos inmigrantes.
Los expatriados españoles eran portadores de tradiciones, giros idiomáticos, prácticas culturales y modas que no fueron desatendidas en tierras americanas. Allí quedaron. La existencia de una lengua común y una historia compartida garantizaba el éxito de estos hombres y mujeres en sus roles de vasos comunicantes socioculturales entre las dos vertientes del mundo hispano.
La mayoría de los que llegaban tuvo que trabajar duro, pero no pocos hicieron fortuna. Algunos  nombres se situaron entre los más respetados de sus sociedades de acogida. Incluso, con frecuencia lograban regresar, convirtiéndose en indianos, y jugando el mismo papel de transmisores de identidades, pero con sentido inverso: esta vez llevaban en el equipaje no solo el dinero conseguido, sino también nuevas visiones sobre el mundo, el contacto con realidades que ni remotamente hubieran podido imaginar de no haber salido de sus aldeas españolas, manifestaciones culturales hispanoamericanas, costumbres del otro lado del mundo, la música…
Testimonio de lo anterior, por solo citar un ejemplo, son las numerosas villas de indianos que engalanan las campiñas del norte peninsular español. Las casonas que sorprenden al visitante en poblados como Colombres, Llanes, Oviedo o La Coruña constituyen símbolo de ostentación inspirado en los paisajes urbanos que los inmigrantes españoles encontraban a su paso por La Habana, México DF o Buenos Aires.
Pero los vínculos de la sangre fueron posiblemente el mayor aporte de los expatriados españoles en tierras americanas. Resulta extraño una familia con ancestros ibéricos que no destaque su linaje. No hay mayor orgullo como el de sentirse perteneciente a varios mundos a la vez, gracias a los laberintos genéticos y por caprichosos linajes trashumantes. El compartir la mesa porque los abuelos nos enseñaron a comer juntos cada domingo. El saber que tus hábitos vienen de muy lejos y que eso te distingue de quienes te rodean.
Doblemente emotivo si eres niños y si como Liuba María Hevia contaste con las historias de meigas o xanas, de la mano de abuelos gallegos o asturianos. Si cuando los cuentos mencionaban el clásico «había una vez, una tierra muy lejana», no encontrabas otra coincidencia que la tierra de tu propio güelo, único escenario posible para todas tus fantasías infantiles, suelo que desde entonces siempre quisiste besar como si tú mismo regresaras a casa. Por eso, quienes recibimos esa herencia no necesitamos tocar a la puerta. Nuestros ancestros nos dejaron la llave.  

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