Esta
es la canción que la compositora Liuba María Hevia dedicó a su abuelo, un
inmigrante asturiano «aplatanado» en las Antillas. El tema musical resume la
historia de millones de españoles que marcharon a hacer las Américas en busca
de una mejor vida.
Porque ya lo dice la canción «con las
glorias se olvidan las memorias». Hoy que España es un país de la Unión
Europea, con democracia y euros en los bolsillos, las nuevas generaciones
muchas veces olvidan cuando fueron sus parientes quienes tuvieron que hacer las
maletas. No los culpo puesto que los hombres son menos hijos de sus padres que
de sus circunstancias. Los jóvenes españoles han crecido en las últimas tres
décadas viendo en su tierra a latinoamericanos limpiando mesas en los bares o
cuidando ancianos, cuando nadie más lo puede o quiere hacer. Han visto que los
latinos son los migrantes de hoy. Lo asumen como una realidad inamovible y
eterna. Como si nunca la historia hubiera sido a la inversa.
Por suerte, allí siempre estará la
memoria para quien se digne a consultar los libros, en uno de los países
europeos tradicionalmente con menos hábito de lectura, según estadísticas. De
todas formas, para esos que se aburren leyendo siempre habrá cantos de la
sangre que les recuerden los nexos entre ambas orillas del Atlántico, los
cuales persisten por encima de las poses de «nuevos ricos» y niños pijos. Tal
es el caso de este tema musical de la cantautora cubana Liuba María Hevia,
quien se inspiró en la historia familiar propia como tributo a su abuelo
inmigrante.
«Con los hilos de la luna» resalta,
mediante el refinado lirismo al que nos tiene acostumbrado esta trovadora, el
aporte cultural, pero más que nada familiar y emotivo, que los emigrantes
españoles trajeron a costas de naciones como Cuba, México, Argentina,
Venezuela, Chile, Panamá… Casi toda la América Latina fue hasta la segunda
mitad del siglo XIX destino preferente para quienes escapaban de las terribles
condiciones de una España a la cola de la Europa Occidental, con formas
semi-feudales de servidumbre, inestabilidad política, conflictos bélicos,
oscurantismo religioso y especial atraso en lo rural.
Como el protagonista de la canción de
Hevia, esos emigrantes que llegaron a las Américas tuvieron el mérito de
mantener vivos los nexos entre los pueblos hispanos y la Madre Patria, una vez
que los vínculos coloniales se desmoronaron definitivamente con el desastre del
98: el Imperio Español pasó de ser la tierra donde nunca se ocultaba el sol, a
eclipsarse a sí mismo en su propia mediocridad (y la de sus Borbones), incapaz
incluso de retener en su órbita a tres pequeños archipiélagos como Cuba, Puerto
Rico y Filipinas.
Pero la herencia de España, sin
rencores, siempre ha retoñado entre sus hijos del otro lado del océano. Y los
inmigrantes gallegos, asturianos, canarios, vascos y catalanes jugaron un papel
fundamental a la hora de abonar la semilla de identidad traída un día por la espada
y la cruz, simiente que con nuevas formas terminó germinando con savia propia,
diferente, en cada uno de los pueblos hispanos. Los vínculos entre
Hispanoamérica y la Península Ibérica encontraron continuidad en estos
inmigrantes.
Los expatriados españoles eran
portadores de tradiciones, giros idiomáticos, prácticas culturales y modas que
no fueron desatendidas en tierras americanas. Allí quedaron. La existencia de
una lengua común y una historia compartida garantizaba el éxito de estos
hombres y mujeres en sus roles de vasos comunicantes socioculturales entre las
dos vertientes del mundo hispano.
La mayoría de los que llegaban tuvo
que trabajar duro, pero no pocos hicieron fortuna. Algunos nombres se
situaron entre los más respetados de sus sociedades de acogida. Incluso, con
frecuencia lograban regresar, convirtiéndose en indianos, y jugando el mismo
papel de transmisores de identidades, pero con sentido inverso: esta vez
llevaban en el equipaje no solo el dinero conseguido, sino también nuevas visiones
sobre el mundo, el contacto con realidades que ni remotamente hubieran podido
imaginar de no haber salido de sus aldeas españolas, manifestaciones culturales
hispanoamericanas, costumbres del otro lado del mundo, la música…
Testimonio de lo anterior, por solo
citar un ejemplo, son las numerosas villas de indianos que engalanan las
campiñas del norte peninsular español. Las casonas que sorprenden al visitante
en poblados como Colombres, Llanes, Oviedo o La Coruña constituyen símbolo de
ostentación inspirado en los paisajes urbanos que los inmigrantes españoles
encontraban a su paso por La Habana, México DF o Buenos Aires.
Pero los vínculos de la sangre fueron
posiblemente el mayor aporte de los expatriados españoles en tierras
americanas. Resulta extraño una familia con ancestros ibéricos que no destaque
su linaje. No hay mayor orgullo como el de sentirse perteneciente a varios
mundos a la vez, gracias a los laberintos genéticos y por caprichosos linajes
trashumantes. El compartir la mesa porque los abuelos nos enseñaron a comer
juntos cada domingo. El saber que tus hábitos vienen de muy lejos y que eso te
distingue de quienes te rodean.
Doblemente emotivo si eres niños y si
como Liuba María Hevia contaste con las historias de meigas o xanas, de la mano
de abuelos gallegos o asturianos. Si cuando los cuentos mencionaban el clásico
«había una vez, una tierra muy lejana», no encontrabas otra coincidencia que la
tierra de tu propio güelo, único escenario posible para todas tus fantasías
infantiles, suelo que desde entonces siempre quisiste besar como si tú mismo
regresaras a casa. Por eso, quienes recibimos esa herencia no necesitamos tocar
a la puerta. Nuestros ancestros nos dejaron la llave.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Ya que has llegado hasta aquí, BP agradecería tus comentarios y sugerencias.